Deja todo atrás
Santiago Buitrago Celis*
——–La ventana que conectaba el comedor con el exterior tenía casi dos metros de alto y dos y medio de largo. A través de ella no se veía más que escombros de otros edificios: montañas de ceniza y asbesto se alzaban cubriendo enormes bloques de concreto y ladrillos que servían como caparazón para personas y cosas que sepultadas se encontraban. Nadie nunca volvería a preocuparse por encontrarlas, habían sido olvidadas. Gritos ahogados de los últimos sobrevivientes escapaban por entre algunos orificios, de nada servirían. Una apocalíptica y terrorífica alarma de evacuación sonaba a lo lejos, cual desastre natural o ataque nuclear hubiese arrasado con kilómetros cuadrados de vida y se aproximase a causar un mayor estruendo. Vehículos aéreos sobrevolaban la zona con enormes reflectores como si estuvieran buscando algo o alguien para ser rescatado. Parecían helicópteros, pues bajo sus ensordecedoras hélices manchadas de sangre, mutiladoras de aves y demás criaturas libres, descansaban unos pesados altavoces que bajo la batuta de Wagner emitían sonidos no comprensibles, al menos por el oído humano: mensajes en código o tal vez débiles y cortados por la falta de antenas en la cercanía; no había sabio a quién preguntarle. Eran las 7 p. m.
——–Si se detallaba por un momento el vidrio de la ventana se podía inferir que algo pesado y de volumen considerable lo había atravesado. El cuarto estaba vacío, a excepción de algunas servilletas y platos rotos, por esto se puede decir que era el comedor, por lo que era posible que la mesa, las sillas y demás muebles hubiesen sido arrojados al vacío, perdiéndose para siempre en el abismo ilusorio creado por el polvo. No se podía ver el suelo si se asomaba la cabeza, no había forma de afirmar en qué piso se encontraba uno, en el tres o en el sesenta: simplemente no estaba al nivel del suelo. No se veían nubes ni por la oscuridad ni por los supuestos helicópteros, pero se podía sentir el gélido ambiente que las pocas almas solitarias de abajo experimentaban. Por el agujero en la ventana fluía una helada corriente de aire con discretas gotas de agua que cortaban la piel y demás tejidos, tal vez lluvia. De lo frío y rápido del viento se podían escuchar notas agudas que hacían vibrar incómodamente el tímpano, de la misma manera que el oxidado silbato de una rústica locomotora.
——–La mitad de las servilletas que allí se encontraban tenían algo escrito, debido a lo rápido que se movían a través del comedor no se podía ver bien lo que decía, salvo algunas palabras: «por favor», «no», «lleno», «gracias», «cansado». Estaban escritas con tinta roja oscura.
——–No hacía falta mucho tiempo para recorrer todo el apartamento de tres habitaciones, sala, estudio, comedor y cocina. En todos los espacios las ventanas estaban rotas y había fragmentos de vidrio manchados de sangre en el suelo, los muebles estaban vacíos y la mayoría fueron lanzados por las ventanas. No solo las servilletas, sino hojas de papel y fotografías volaban de un cuarto a otro por el viento; algunas de ellas parcialmente consumidas por el fuego. Una de las habitaciones solo tenía dos paredes, hacía mucho frío y estaba húmedo. Por las ventanas rotas y el estado podrido del techo y las paredes, se había creado un ecosistema devastador y adverso que no suscitaba mayor diferencia con lo que se veía fuera de aquel lugar. Lo que en los océanos se presentaba como corrientes marinas, en el apartamento eran corrientes de dolor y tiempo perdido.
——–En alguna parte del apartamento se reproducía una canción, algo distorsionada (tal vez por algún daño de la radio o porque estaba pronta a quedarse sin baterías), pero se lograba reconocer The winner takes it all de ABBA. No había ninguna luz encendida (había pocos bombillos que no estuvieran rotos o en el suelo de todos modos) salvo una amarilla al comienzo del pasillo principal frente a la entrada. Llamaba la atención la cocina, el espacio más presentable de todos: había nevera y alacena, lavabo y gabinetes. De ahí sí que se habían llevado solo lo necesario: enlatados, algunas frutas, algo de agua, un plato y cubiertos. En el piso había vasos de vidrio rotos, cubiertos de plata y más servilletas y platos, tal vez traídos del comedor.
——–Precisamente por la falta de iluminación solo se veía vagar a una sombra de habitación en habitación, cargando algo en la espalda y poniéndolo en el suelo cada vez que entraba en un recinto; con el escaso brillo que reflejaba su rostro eran apenas visibles las lágrimas que escurrían por sus mejillas. Tras estar un tiempo en esta rutina se acercó finalmente a la puerta. La débil y opaca luz amarilla lo hacía visible: botas negras y gruesas que aún dejaban rastros de vidrio por donde pisaban; pantalones oscuros, anchos y viejos, no habían sido lavados en años; una gruesa y pesada chaqueta, se podía intuir por lo abullonada y apretada que estaba, que en su interior había varias pertenencias frágiles e importantes; un gorro de lana, amarillo y negro, que le mantenía la cabeza caliente y se esforzaba por darle un aspecto humanamente digno a la silueta; guantes negros de lana que evitaban el congelamiento de las falanges, gastados y opacos como si estuvieran hechos de las plumas negras de un cuervo. Un rostro frío, pálido, abandonado, fantasmagórico e inexpresivo, salvo por las lágrimas secas en los contornos de sus mejillas, sin la calidez propia de una vida bien llevada; múltiples cortadas y laceraciones críticas en el cuello y en las mejillas, el labio inferior roto y con sangre en proceso de secarse en la fosa nasal izquierda; ojos café claro, grandes, penetrantes y compasivos, apagados y arrepentidos, aguados y un poco rojos en los contornos.
——–Había pasado las últimas horas escogiendo solo lo necesario para poder marcharse. Abrió la puerta y, mirando hacia abajo, sostuvo la perilla en su mano. Cerró los ojos y exhaló.
——–—¿No quieres bailar? —preguntó Isabella, mujer formidable. Era de quien se podía decir que era hermosa: cabello largo, sedoso y brillante, negro con notas doradas; ojos oscuros y juguetones, de mirada coqueta; mejillas simétricamente succionadas; nariz redondeada; labios llamativamente carnosos; y un poco más baja que el promedio. Llevaba un vestido amarillo largo que resaltaba su busto y sus caderas. Solo un estúpido se negaría a bailar con aquella divinidad griega.
——–—No, gracias, sabes que no es lo mío —respondió el hombre, mirándola tímidamente pero con confianza. Tenía un traje sencillamente negro, con corbata a rayas y camisa blanca.
——–El ruido de la fiesta dificultaba un poco la comunicación. Isabella era una de sus mejores amigas. Del tiempo que llevaba la fiesta, la mayor parte la había gastado en quedarse sentado en su mesa, arrinconado, viendo cómo los demás dejaban sus asientos y se dirigían a la pista de baile, con o sin parejas. Había más o menos doscientas personas festejando. Sin embargo, él había encontrado entretención en garabatear las servilletas de la mesa con una pluma que había llevado consigo. Eran las 10 p. m. Desde las 7, que había empezado el evento, si ocho personas le hubiesen dirigido la palabra habría sido mucho… ocho de ciento noventa y nueve.
——–—Vamos, yo te dirijo —afirmó Isabella valiéndose de su mirada atrevidamente sensual.
——–—No, estoy bien —respondió el sujeto. Quería quedarse en su lugar.
——–—Solo una canción, por favor —insistía Isabella. Era una mujer de buen corazón que difícilmente se daba por vencida.
——–—No puedo.
——–—No seas tímido.
——–—Sabes que así soy —En verdad las doscientas personas lo sabían.
——–—Está bien, entonces salgamos al balcón a tomar un poco de aire fresco —De cierta manera no se había dado por vencida.
——–—De acuerdo —Por algún motivo las cosas salieron mejor de lo previsto.
——–Tan pronto el hombre dejó su asiento, Isabella lo tomó de la mano. Salieron en medio del ruido, la música, la diversión y las personas que los rodeaban. Llegaron al balcón frente a un cielo nocturno estrellado y esperanzador.
——–—¿Disfrutas la fiesta?
——–—Sí —respondió ella.
——–—No te preocupes por mí, entra y baila con todos —No se sentía incómodo con ella, pero pensaba que lo acompañaba por lástima.
——–—No es justo que estés solo.
——–—¿Por qué lo piensas?
——–—Porque nadie merece estarlo —Al comienzo el hombre no sabía muy bien qué significaba eso.
——–—Créeme que eso no es verdad —dijo él.
——–—Bueno, nadie bueno merece estar solo.
——–—No, no es eso.
——–—¿Entonces qué?
——–—Sin importar lo bueno y lo malo, hay gente que vive para morir sola.
——–—¿Cómo quién?
——–—Muchos en la historia, pocos de los que yo sepa precisamente por eso —ella quedó en silenció, asombrada por lo que le había dicho. De cierta manera era algo muy cierto.
——–—¡Wow!, no lo había pensado de esa manera.
——–—Casi nadie piensa del lado del perdedor.
——–—¿A qué te refieres?
——–—Es fácil hablar de soledad cuando se es un experto en el tema.
——–—Por favor, no digas eso, no estás solo.
——–—Quisiera que fuese verdad.
——–—Lo es.
——–—Odio ser tan pesimista.
——–—Más bien, realista —Isabella había seguido con tono burlón ante la reflexión de su contraparte.
——–—Y así es como la teoría de la soledad actúa: la gente saca sus conclusiones sobre los raros —decidió otorgarle una risa honesta.
——–—¡Jajaja!, qué chistoso. Siempre disfruto hablar contigo, sé que me vas a hacer reír —En verdad no significaba más que eso. Su novio se encontraba de viaje.
——–—Bueno, gracias por decirlo.
——–—Qué forma de pensar tan única tienes. Deberías intentar escribir un libro.
——–—¿Sobre qué?
——–—Lo que sea.
——–—De hecho algunas veces escribo.
——–—¿Y sobre qué?
——–—Lo que sea, lo que sienta pertinente —lo dijo con una sonrisa en su rostro.
——–—¿Cómo así?
——–—Escribo porque para mí es necesario.
——–—Qué profundo, ¿por qué razón escribes? —preguntó mientras se acercaba lentamente.
——–—Es algo muy vergonzoso de decir.
——–—Por favor, dímelo.
——–—Es muy personal.
——–—Por favor —Después de algunos segundos fue que la conversación continuó.
——–—Porque soy lo suficientemente infeliz y tengo historias lo suficientemente tristes como para merecer ser escuchado —El semblante de Isabella cambió por completo. De ninguna manera estaba sonriendo.
——–El hombre abrió los ojos y levantó la mirada. Cerró lentamente la puerta mientras cargaba en tres enormes bolsos lo que se llevaría de esa fortaleza abandonada para siempre. Miró lentamente el marco de la puerta, apagó la luz, ajustó el cerrojo y se dirigió a las escaleras. Quién sabe cuántos pisos tendría que bajar.
*(Bogotá, Colombia)
Promoción 2019 – Liceo de Cervantes.
Estudiante de Cine y Televisión de la Universidad Nacional de Colombia.