——–Llevo entre las manos una risa torcida, de esas enfermizas que causa miedo cuando se revela. Está allí, temblorosa, con ganas de escupir carcajadas siniestras.
——–Tal vez el chico que estaba a mi lado logró oír el murmullo de la locura que se encarcela en mis dedos y por eso se bajó con afán en la estación de la calle 26. El bochorno del mediodía pone de mal humor a los bogotanos y más cuando a la única silla vacía le está dando todo el rayo del maldito sol picante. Justo la silla en la que tuve que sentarme.
——–Espero impaciente la llegada a mi estación, traigo el cuello encorvado, la espalda cansada, los sueños achicopalados y un dolor insoportable en los pensamientos razonables. Si quería llegar más rápido, debí haber tomado otro bus que no fuera un ruta fácil, pero es que a esta hora los suspiros soñadores pesan más y es difícil cargarlos mientras se está colgado de una varilla.
——–Llevo una carcajada burlona entre las manos, tengo tanto miedo de dejarla escapar que la aprieto contra mí para retenerla y la condenada aprovecha la ocasión para perforarme el vientre. ¿Debería gritar por ayuda?, ¿a quién le va a importar el ardor que va desgarrando lentamente mis entrañas?
——–«Buenas tardes, damas y caballeros. Gracias por ese saludo. Mis amigos, el día de hoy les vengo ofreciendo este rico y delicioso caramelo recubierto con ilusiones de limón, mentiras achocolatadas y chispas de alegría que se derriten en la boca. Pasaré amablemente por cada uno de sus puestos entregándole una muestra sin ningún compromiso. Mis amigos, mi intención no es incomodarlos, soy un humilde ser humano que tampoco entiende por qué debemos seguir una rutina insípida para al día siguiente repetirla con una sonrisa. Familia, yo solo busco darle algún sustento a quienes me esperan en casa y con su compra sobreviviré un par de semanas más, tal vez algunos meses».
——–La sangre está ardiendo a causa de esa reciente intrusa sonrisa y recorre cada recoveco de mi cuerpo desganado. Tengo sed y lo único que hay a la mano son las meloserías empaquetadas que vende aquel hombre. Respiro, respiro hondo, la congestión me recuerda que no hay razones para continuar intentándolo, estoy ahogada.
——–El motor del TransMilenio produce un sonido abrumador, pero no tanto como el del murmullo de la culicagada de enfrente.
——–«¿Viste eso? ¡Ay, no!, no te lo puedo creer, está loca. Marica, yo me muero, o sea, ¿cómo se le ocurre hacer una cosa de esas? Yo no besaría a mi ex sabiendo que ya tiene novia. Es una necesitada. ¿Acaso no tiene dignidad?».
——–Uno existe para navegar en las bocas espumosas de la gente chismosa, incluso luego de la muerte el recuerdo del difunto que habitará en la mente de los otros no será más que la versión que a cada uno se le dé la gana tener. ¿Y quién se queda con el recuerdo de las crisis de ansiedad que le brota a uno a la 1:00 a. m.? Nadie, esas deben vivirse en soledad y por lo tanto mueren con uno.
——–Traigo un intruso ronroneando dentro de mi cuello y juguetea con la ilusión de darle fin a todo. Se burla de mí y mis esfuerzos en vano por hacer de este momento algo mejor que el verano latente en este bus. Corre de una clavícula a la otra y salta con gracia en la choza palpitante que se cae a pedazos. ¿Cómo pedirle que no haga tantas monerías encima de su frágil estructura? Allí permanece el joven Werther, melancólico, que con firmeza apunta a su ojo con una pistola. Mi intruso sabe que allí está la fragilidad de mis emociones y se divierte con el hecho.
——–Los vagones suben y bajan, nadie puede prever los saltos que dará a causa de los huecos atravesados en la Caracas. Mi intruso se hace más pesado en el esófago y comienzo a percibir su amargura en mis papilas, se lanza hacia mi estómago para tomar impulso desde allí y dar un brinco hasta mis amígdalas, se cuelga de estas, las abraza, y su olor putrefacto revuelve mis jugos gástricos.
——–Un hombre juega al suicida y se atraviesa en la avenida. El bus frena con tanta fuerza que le da impulso a mis pesares para que salgan a chorros por mi boca miserable. Salpicó a todos: al vendedor, a la culicagada, creo que hasta salpiqué al conductor. Ahí les quedó la dulzura de sus falsedades, ahí está el pesimismo que me obligan a contener, a callar, a no decir.
Excelente comparación de fantasía con la realidad que vivimos a diario en un medio masivo de transporte al que estamos obligados a utilizar. Es una bella manera de empezar a mirar nuestra realidad de una forma más amable y empezar a soltar la frustración que vivimos día a día en nuestras rutinas.
Excelente comparación de fantasía con la realidad que vivimos a diario en un medio masivo de transporte al que estamos obligados a utilizar. Es una bella manera de empezar a mirar nuestra realidad de una forma más amable y empezar a soltar la frustración que vivimos día a día en nuestras rutinas.