El sentir de los colores
Diana Junco*

 

 

——–El primer color que vi en mi vida fue el azul cielo, ese que anuncia un día soleado. Lo recuerdo muy bien porque era el color de su sangre, brillaba por los rayos de sol que atravesaban las ventanas de la biblioteca. Era hermoso, mis sentidos se cruzaban entre sí: mi nariz olía su dolor, mi piel saboreaba su sangre y mis ojos escuchaban sus gritos ahogados.

——–Sus ojos… creo que eran verdes, o ¿no? ¿Qué es el verde para alguien que siempre ha vivido entre grises? Esa mezcla de luz y oscuridad que ha sido mi vida insipiente. A ella la vi por primera vez la semana pasada en la sala de humanidades, no me percaté de ella sino porque se estaba hundiendo entre las páginas antiguas de cinco volúmenes de Historia del Arte; aunque más que hundirse, nadaba grácilmente entre las palabras de críticos ya muertos que trataron de explicar a los artistas del momento.

——–Ella, a diferencia de esos vejetes que no son sino palabras impresas, saboreaba cada pintura impresa en los libros. A mí parecer, El jardín de las delicias del Bosco era para ella como un almuerzo, un gran almuerzo lleno de alimentos exóticamente extraños, pero que una vez se saborean uno está condenado a pecar de gula, pues cada uno de esos cuerpos, unos disfrutando de las delicias del paraíso y el limbo y otros agonizando en el infierno, se cocinaron al punto. Cada pincelada, que ella tocaba con sus dedos, era precisa; cada color, que supongo estaba ahí, hacía que sus pupilas se expandieran y miraran cada elemento con el deseo de sacar a los personajes y darles un mordisco.

——–El guitarrista ciego de Picasso, esa pintura tan profunda y triste que revela una intromisión al alma de un artista, hacía que el ceño de ella se frunciera, quizá tratando de descifrar la posición intimista del guitarrista, después, como si todo fuera en cámara lenta, su boca se contraía, más dudas probablemente, pero luego relajaba sus finos labios cuando por fin el guitarrista se abría completamente ante ella. Todo esto me revelaba que para ella beber a El guitarrista ciego era como un trago amargo, de esos que nos dejan naufragando en la melancolía. Bretón, en cambio, era el dulce favorito de ella, pues al ver las pinturas de él y en específico El huevo en la iglesia, saboreaba con su lengua la técnica del pintor; la saliva pasaba con un poco de dificultad por su delicado y largo cuello, seguro quería pasar el dedo y probar la pintura. Ese huevo tan apetitoso traspasaba la página para llegar a su olfato e incitarla a seguir contemplando.

——–No sé por cuánto tiempo la miré ese día, pero supe, luego de que su esfero se cayera de la mesa, que debía disimular. Saqué sin mirar un libro de mi maleta, el elegido fue un maldito libro de mandalas que mi madre me regaló para el estrés. Los odiaba, ¡¿cómo carajos iba a colorearlo cuando solo veía gris, negro y blanco todo el tiempo?! En definitiva era una mala broma de mi madre. Sin embargo, no guardé el libro, sino que saqué la caja de colores nueva que venía con el “regalo”.

——–Cogí el negro y pinté una flor, sería un jardín de color negro, eso pensé hasta que el celular de ella sonó y habló: «¿Qué quieres?… Aún no comienzo… Estoy en la sala humanidades». Cuando oí el «qué» de ella vi que sus labios eran amarillos, mi respiración se cortó un momento y cerré mis ojos, pero en ese instante ella dijo «comienzo» y supe que su cabello era morado como debe ser el de las moras ¡No lo podía creer, mi existencia se llenaba, por mis venas la emoción bullía y mis pálidas mejillas se coloreaban!, estaba viendo los colores a medida que ella hablaba y quería tocarla para saber si todo esto era real; aunque el efecto duraba unos pocos segundos porque mis ojos volvían a verla gris y después de otra palabra podía distinguir un color.

——–Desde ese momento la deseé, tenía que conocerla, ella era mi antídoto. La seguí durante varios días, era estudiante de artes plásticas en la misma universidad en la que estudio; ella pintaba, esculpía, modelaba… Ella era la musa de su grupo, lo sé porque no había hombre que no la mirara con cierto brillo en los ojos, aunque hay más lujuria en esos hombres que otra cosa, pero no los culpo, ella era una Venus y la luz de mi existencia.

——–No tuve oportunidad de conocerla hasta el día del accidente. Sabía en qué parte de la biblioteca estaría y qué leería, así que me acerque a ella, la saludé y le pregunté si podría prestarme uno de los libros que la rodeaban y creaban un muro alrededor de ella para alejarla de los mundanos como yo. Al principio se sorprendió, creo que incluso me detestó por quitarle uno de sus tesoros, pero finalmente me lo prestó con una sonrisa; de hecho hizo más que eso, me explicó un poco de los movimientos artísticos del siglo XX.

——–Fue una experiencia surrealista ver, oír y sentir el arte del siglo veinte junto a ella. Cuando comenzó a hablar caímos en una línea de tiempo que rápidamente se transformó en las imágenes de todas las pinturas de aquel siglo. Las figuras deformes de Dalí pasaban a mi lado mientras exhalaban colores por todos lados, Picasso me metía en una realidad fragmentada y vuelta a construir donde estaba dentro de un ojo y a la vez en un pañuelo. Mi iris ya no era negro, más bien era una pintura de Kandinsky en proceso, que explotaba en colores por doquier; por fin existía una luz que se fragmentaba en mis ojos, en mí ser. A su lado, el mundo era una explosión de sentidos.

——–Mi cuerpo no hallaba lugar en ese asiento, pero no importaba porque mi mente estaba junto a ella en otra época. Mi avaricia me sugirió que la tocara, pues si solo su voz me otorgaba por unos segundos color, ¿qué podría ofrecerme su piel?… La miré y le dije que ella era vida; me miró fríamente, en silencio. Todo era gris, sujeté su brazo y me acerque, olía al perfume de mi difunta hermana, esa que con su muerte me permitió saborear los sonidos, los de sus gritos mientras la estrangulaba, eran los más sabrosos. Mis pensamientos se difuminaron cuando ella trató de soltarse, la sujeté y la besé para luego morder su labio y oír la melodía de los colores.

——–Saboreé su asco por besarme, así que la solté. Ella se fue, pero ahora podía ver su vestido naranja brillante. Debí dejarla ir para siempre en ese momento, pero no pude, era mi antídoto. Cogí rápidamente mis cosas y la seguí, le grité aunque los celadores me decían que me callara, la alcancé y una vez la apresé entre mis brazos, degusté su miedo, aunque también empezaba a oír su cariño, ella también me deseaba. Aflojé un poco mis brazos y cuando ella me empujó, perdió el equilibrio y cayó por las escaleras.

——–Mis ojos oyeron cuando se desnucó y su cabeza se partió, fue el día más feliz de mi vida porque cuando su sangre empezó a brotar de su cabeza, los colores nacieron en mí.

*(Bogotá, Colombia)
Soachuna.
Estudiante de Escritura Para Medios Audiovisuales del SENA
y estudiante en pausa de Literatura.

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