La secreta vorágine agridulce del ser Ignacio Cantillo Saade
——–Cuando era chico no me gustaban ciertos tipos de comida, lo que es natural, y, debido al desagrado, me quejaba y me negaba a comer. Mi madre (o cualquiera) de inmediato me decía: «Tantos niños en el mundo muriéndose por un plato de comida y tú rechazándola». Desde luego me hacía sentir mal y comía a regañadientes, siempre sometido con frases del tipo «no te levantas de la mesa hasta que te lo termines», podía pasar horas sentado, haciendo el esfuerzo para comer algo que no me gustaba. Lo peor era cuando estaba en casa de amigos y me servían changua, probarla ya era difícil, ¡imagínense terminarla! (Aunque, para ser justos, creo que nunca me he terminado un plato de changua en mi vida, seguramente nunca lo haré). Todo esto plantea ahora una cuestión: ¿por qué no daban crédito a mi parecer o mi sentir sobre este asunto? ¿Por qué me forzaban a comer algo que no quería y que, en efecto, me desagradaba? ¿Por qué me tenía que gustar a las malas? ¿Cómo carajos iba a hacer yo, a tan corta edad, para educar mi paladar y forzarlo a que le gustara algo que no le gustaba? Y más importante, ¿por qué tenía que forzarlo?
——–El mundo, pienso, tiene la extraña necesidad de que todos sigamos las mismas formas; pareciese que ese cuento de la diversidad, eso de que «somos únicos e irrepetibles», eso de que «cada uno siente de manera distinta» y eso de que «todos somos diferentes» son solo discursos que se aplican únicamente en la teoría, porque en la práctica todo es imposición social.
——–Es evidente que vivimos en una sociedad estandarizada. No solo estandarizamos nuestras conductas, también nuestra manera de nacer, nuestra manera de vivir, de enfermar, de morir, de amar, soñar, odiar, sentir y percibir. Nos han amaestrado a tal punto en el que no damos crédito a nuestra manera individual de apreciar el universo, sino que debemos hacerlo como el sistema indica. Y siempre habrá algún referente de esa experimentación en otros que la han vivido al extremo: alguien que habrá amado más, entonces uno no pudo haber amado; alguien que habrá sufrido más, entonces uno no pudo haber sufrido; alguien que habrá odiado más, entonces uno nunca pudo haber odiado; alguien que habrá llorado más, sonreído más, estudiado más, fornicado más, dormido más, ganado más, perdido, apostado, arriesgado, enloquecido, cagado, orinado, estornudado, visto, olfateado, escuchado, tocado, saboreado más… al final vamos por la vida anulando nuestra propia experiencia y dejando que otros nos la anulen.
——–Muchos aspectos, como el dolor o el sufrimiento, no pueden ser genuinos en el individuo porque, según parece, siempre hay alguien que, por ejemplo, sufre más que uno y, por ende, debemos minimizar lo nuestro; entonces lo guardamos, lo ignoramos y le quitamos todo el valor que este sentir tiene. Nos educaron para que siempre pongamos en perspectiva nuestra propia experiencia comparándola con otras que ni siquiera conocemos bien. Así, el mundo se acostumbró a no sentir realmente, a percibir las cosas de una manera específica y cuadriculada y así vamos imponiendo esos estándares a todos mientras desacreditamos o desechamos las sensaciones personales.
——–«Es que no te has enamorado de verdad», me han dicho numerosas veces, ¡demasiadas!, porque, según dicen, mi manera de amar no es la misma que la del resto del mundo, es deficiente. Pues como no me someto a la voluntad ajena, ni baso mis decisiones personales en otras personas, ni sucumbo ante los celos o la inseguridad, ni fundamento mis relaciones en las tradicionales formas porque me permito tener una o más parejas al mismo tiempo y evito cualquier título o etiqueta formal, por ende, debido a todo eso, «nunca he amado de verdad», sentencian sin conocer un ápice mi vida, mis sentimientos, mis pensamientos y le restan todo valor a cualquier emoción genuina e individual que yo pueda tener. Y así pasa en casi todos los ámbitos.
——–Nuestros sentidos y sentimientos, como resultado, se están atrofiando. Desprestigiamos nuestro propio sentir frente a una sociedad estandarizada e impositiva. Sí, nos limitan y nos autolimitamos. Pero, ¿por qué tenemos que limitar nuestros sentidos y nuestro sentir? A veces ni la comparación es aceptable: «No puedes odiar», dicen, «odiar es malo». ¡Mierdas! ¡¿Por qué no me permites sentir lo que yo quiera sentir y como se me dé la puta gana?! ¿Cuál es tu necesidad de que yo sienta lo mismo y de la misma manera que tú? Es claro que tenemos un problema, todos.
——–Recientemente, mientras me atracaban, me apuñalaron en el pecho y, ojo con lo que voy a decir: por suerte no fue grave. ¡¿Qué?! ¡¿Por suerte?! ¡Joder! ¡Me clavaron un puñal! Y no pretendo hablar sobre las implicaciones sociales que un robo tiene, sino del sentir. «¡Gracias a dios no me le hicieron daño!», me dijeron la mayoría. Pero, ¡mierda!, ¡sí me hicieron daño, y pasé un susto terrible y pensé en mi muerte y pensé en mis padres y en su dolor, en mis sueños inalcanzados, y sufrí como nunca y sentí el dolor y el miedo más grande que jamás haya experimentado! Me decían —desde los médicos, hasta mis amigos— que no exagerara, que diera gracias por estar vivo. ¡Sí, maricas! ¡Gracias a ese par de cabronazos!, ¡gracias porque me apuñalaron y no me mataron! En ese proceso colectivo de igualar nuestros sentires, no me permitían sufrir como mi cuerpo y mi mente realmente me lo pedían, solo porque no fue grave o no me mataron. Solo si me hubieran matado sería aceptable sufrir al extremo y con todo el dramatismo que la situación amerita, pero uno muerto ya no sufre, ya no siente, eso es en vida únicamente. En este caso decidí agarrar mi dolor y expresarlo tal como iba saliendo así me llamaran melodramático o exagerado. Era lo que sentía.
——–De igual forma nos limitan a todos a punta de compararnos con los extremos, «no llore, no chille, no sea marica, no joda, tampoco es pa tanto» porque «fue una bobadita», así que qué importa que uno tenga medio pulmón roto, o un corazón quebrado, o un morado en el ojo o una pierna rota; su mercé, recoja sus sentimientos, envuélvalos y guárdelos donde mejor le quepan y, «más bien, agradezca que no fue más grave». Una vez más dejamos de sentir para complacencia del mundo entero. Y así, podría extenderme con ejemplos que vemos todos, día tras día, sobre esta censura sensorial, pero creo que el punto va quedando claro y evidenciado.
——–Hay una condición y una figura literaria maravillosa que nos muestra otras formas de sentir y percibir el mundo, de experimentar otro tipo de realidad dentro de la nuestra: la sinestesia. Justamente en ella encontramos la irracionalidad en los sentidos, un estímulo específico será captado por dos o varios sentidos a la vez. Nuestros más de veinte sentidos (no, no son solo cinco) tienen la capacidad de cruzar la información entre ellos, dando como resultado el sentir una nota musical, no solo con la audición, sino con otros sentidos; una nota musical es capaz de hacernos ver un color, o una letra, o sentir que alguien nos toca en alguna parte específica, o un cosquilleo, o dolor, o hacernos perder el equilibrio, o un calor intenso o un frío extremo, o un sabor dulce, etc. Los sentidos no se restringen, se comunican entre ellos y experimentan vívidamente cada estímulo. Pero aquí está ese ser social, racional, poniéndole condiciones a sentir desde lo visceral y a expresarlo con la legitimidad más cruda de nuestro ser.
——–No sé en qué momento la sociedad empezó a ver como grandes valores la discreción, moderación o el recato boldenone acetate de nuestro ser (aunque me encanta Mujercitas, de Louisa May Alcott, lo condeno por transmitir justamente esa autorrestricción). Es como si nos diera miedo el gran poder y alcance que tienen nuestros sentimientos, por eso los acallamos y los reprimimos y enseñamos eso, de generación en generación, argumentando estúpidamente que la vulnerabilidad, la apertura total de nuestro revoltoso universo interno de emociones, es una debilidad de la cual otros se aprovecharán.
——–Todos reprimimos y suprimimos esa parte tan innata del ser, pero todos, en algún instante, sentiremos como todo eso guardado mesuradamente no tendrá más opción que hervir y buscar una salida que desgarrará nuestras entrañas para explotar, cual volcán desenfrenado, en una vorágine de emociones revueltas, clamorosas y sedientas de lágrimas saladas y sonrisas dulces. ¿Para qué sirve fingir? ¿Qué bien nos trae cohibirnos? ¿Por qué incitamos tal engaño? ¿De qué nos sirve poder percibir si al final lo vamos a sepultar?… Esto plantea un sinnúmero de interrogantes que no tienen ninguna respuesta lógica aparente y aun así ¿por qué insistimos en seguir constriñendo y amarrando con cadenas eso que justamente nos hacer ser únicos e inigualables?