Caja de cartón
Santiago Buitrago Celis*
——–Desde que amaneció, la niebla no permitía ver lo que se tenía a más de dos metros de distancia en cualquier dirección. El paisaje de la calle en la que vivían Juan y Pablo estaba conformado por casas de dos pisos, todas idénticas: paredes de ladrillos grises, techos y puertas de madera negras, ventanas opacas y cortinas sucias. La vía no estaba pavimentada, el barro obligaba a salir siempre con botas. Cuando la niebla se volvió de todos los días, los rumores aparecieron: que no se trataba del clima sino de los elevados niveles de contaminación causados por las fábricas de las afueras de la ciudad, las cuales causaron estribos después de que, una noche, se produjera un apagón que duraría tres días. Esto había sucedido hace treinta años. Con el apagón todos los animales de la ciudad habían desaparecido.
——–La preocupación entre la población aumentaba, nadie sabía qué productos se elaboraban, ni a quién se vendían, ni quiénes eran los dueños. Lo único que parecía seguro era que los que controlaban las fábricas habían sido los responsables del apagón. También causó inquietud la ubicación de estas. Visto desde un mapa, formaban un círculo que encerraba a la ciudad. Nunca se impusieron restricciones formalmente, pero con el tiempo los habitantes de la ciudad se dieron cuenta de que aquellos que intentaban salir del círculo de las fábricas con vehículos regresaban a pie, sin hablarle a nadie, encerrándose en sus casas y sin volver a salir. Eventualmente los vehículos dejaron de usarse.
——–Hacia el oriente apareció un destello verde en el cielo, era brillante y duró unos pocos segundos. Al desaparecer, el cielo se nubló y todas las puertas de las casas se abrieron. De cada una salían adultos vestidos casi igual: botas negras, pantalones grises, abrigos gruesos que llegaban a las rodillas, gafas negras y un vendaje, como una bufanda delgada, que les cubría la parte inferior del rostro. Algunos cargaban bultos sobre la espalda, otros empujaban carretillas sin ruedas y muy pocos llevaban bicicletas, siendo un tanto peculiar la manera en que las usaban: no se sentaban en ellas ni las llevaban a su lado sujetándolas con el manubrio, sino que las llevaban de frente arrastrándolas, con una mano en el manubrio y la otra en el asiento. Todos se movían lentamente, como si estuvieran cojos. No emitían ruido alguno, ni para saludar ni para despedirse.
——–Juan y Pablo salieron de su casa procurando que la puerta quedara bien cerrada. Caminaban con cuidado de no caerse y apretándose los abrigos que tenían puestos. Atravesaron el camino de barro y avanzaron hacia el norte un par de cuadras, en una esquina voltearon a la derecha y su paso se vio interrumpido por una extraña figura: era un hombre muy alto, aunque se parecía a los otros, sus vestiduras estaban gastadas y considerablemente más sucias que las del promedio, no solo con barro, sino con ramas, hojas secas y arena; se le veía la cara cortada, quemada por el sol y por el viento, con ojeras y sangre seca en los labios y en la nariz. Imaginaron que tal vez ese era el aspecto normal de todos y por eso llevaban el vendaje a todos lados. Sin embargo, su excepcional estatura y la llamativa suciedad de sus vestiduras les comunicaban que no era un local. Llevaba puesto un gorro de lana y cargaba un pesado bolso sobre cada hombro. Los hermanos se asustaron al verlo, era un rostro desconocido y además poco amigable. Pensaron que se trataba de uno de los trabajadores de las fábricas. Nadie sabía quiénes eran ni de dónde venían. Rara vez se les escuchaba hablar. Al comienzo algunos trataron de escapar escondiéndose en la ciudad, pero ninguno duraba más de una semana, de alguna u otra forma morían. Nadie se atrevía a ayudarlos, pues los cómplices también pagaban la pena.
——–Desviaron rápido su camino y evitaron hacer contacto visual con aquel hombre, el cual los seguía mirando. Al cabo de unos segundos reanudó su paso, cargando los bolsos con esfuerzo y sin rumbo fijo. Caminaron durante unos minutos y pararon al frente de una casa. Era como las demás, pero las ventanas estaban limpias. Golpearon la puerta y esperaron. La abrió un anciano de mediana estatura, de espalda encorvada y nariz puntiaguda. Llevaba anteojos y bastón. Al ver a los niños los abrazó y los guio a través del umbral de la casa.
——–Los tres entraron en la casa del viejo y la puerta se cerró sola. Sin saber cómo eran las demás por dentro, se podía pensar que esta era distinta. Todo estaba ordenado, la luz que atravesaba las ventanas hacía ver todo más limpio y nuevo. Cada estante y mueble estaba debidamente desempolvado. Se escuchaba el vapor que salía de una tetera sobre la estufa en la cocina y la atmósfera se presentaba a los tres bajo el constante tic-toc de un enorme reloj que colgaba en la sala sobre la chimenea. Era bien sabido que aquel artilugio, fabricado antes del gran apagón, era uno de los últimos que quedaba en la ciudad.
——–Pablo sacó de su abrigo un paquete envuelto en tela y se lo dio a su abuelo, lo llevó a la cocina y lo destapó: era una caja de galletas de avena. En la ciudad era difícil encontrar alimentos dulces, todos los libros de recetas, después del apagón, habían perdido las páginas de la sección de postres. Nadie sabía cómo sucedió. Solo se hacían aquellos que se mantenían en la memoria de aquellos con habilidades en la cocina. El viejo puso las galletas sobre un plato y sirvió el contenido de la tetera en tres pocillos; era un contenido oscuro y de fuerte aroma. Puso todo en una bandeja y se dirigió a la sala donde sus nietos lo estaban esperando. Empezaron a comer en silencio. Después de unas galletas y sorbos de té, el abuelo se inclinó hacia un costado de la silla, tomó una caja de cartón y la puso sobre sus piernas. Quitó la tapa y sus nietos se inclinaron para ver el contenido. Quedaron boquiabiertos, sin producir sonido alguno por varios segundos. A la vista no parecía ser nada sorprendente: revistas, periódicos, fotografías, dibujos, CD, cuadernos y lápices. Sin embargo, la reacción de los niños estaba completamente justificada, sencillamente nunca en su vida habían visto cosas como esas. Los ancianos de la ciudad eran considerados seres extraños, pues eran quienes recordaban las cosas antes del apagón. Al principio la gente acudía a ellos para preguntar cosas, resolver inquietudes, escuchar historias… pero la costumbre se perdió después de que sucedieran cuatro incidentes en los que las casas de ancianos eran despojadas de sus pertenencias y sus dueños amanecieran muertos. Los que quedaron, dejaron de hablar con los más jóvenes y su valioso conocimiento se fue perdiendo. Por fortuna, el abuelo de Pablo y de Juan sabía que merecían la oportunidad de conocer más sobre la vida que no les correspondió.
——–Los niños se limpiaron las manos con sus pantalones y con cuidado examinaron el contenido de la caja. Las texturas y los olores les inquietaron, pero lo que más les llamó la atención fueron los colores. Su vida era en escala de grises, y aparte del destello verde de la mañana, no conocían otro color del arcoíris. Esto era algo de lo que solo se hablaba. Ninguna cosa en la ciudad era roja, naranja, amarilla, azul o morada. Toda la comida, procesada y con escaso valor nutritivo, venía en empaques de aluminio, la ropa era la misma para todos, los muebles de la misma madera negra. Sus vidas no conocían variación alguna en el campo visual. Los pocos árboles que se mantenían en pie habían sido deshojados. Para todos era un misterio conceptos tales como «aire fresco», «ojos azules» o «labios rojos». Los niños hojeaban revistas con fotografías a color como si estuvieran hipnotizados.
——–El anciano parecía satisfecho con la reacción de sus nietos. Quiso sorprenderlos aún más. Tomó un cuaderno con las hojas en blanco, un lápiz negro y escribió en la parte superior de la hoja «TODOS SOMOS IGUALES». Los niños leyeron el mensaje y asintieron, quedando a la expectativa de por qué estaría haciendo eso. En la misma página escribió el mismo mensaje, pero con un lápiz de color rojo. Los pequeños no entendían lo que estaban viendo. Ambas líneas eran iguales, pero a la vez distintas. Reconocían los colores: el negro que veían en todas partes y el rojo como la sangre de las personas que a veces veían tiradas en el barro cuando iban a visitar a su abuelo. Curiosos, se preguntaban qué otros tonos podían haber: el amarillo de los bordes de las ventanas por la suciedad y el naranja del humo que todos los viernes salía de las fábricas y envolvía la ciudad. Luego de escribir el mismo mensaje con diferentes colores, el anciano tomó de nuevo el lápiz negro y señaló la puerta de la casa, teniendo la atención de los niños la dibujó en otra hoja del cuaderno: la forma rectangular, los tablones de madera, el picaporte, sombras en la parte inferior y marcas de ladrillos a los lados. No podían creer el truco de magia que estaba haciendo su abuelo. Con los otros colores dibujó otros objetos: ventanas, sillas, mesas y en algunos añadió unas figuras que a primera vista eran muy complicadas, pero luego fáciles de entender y con características en común. Era un círculo del que se desprendía una línea delgada y larga. Del extremo libre de aquella línea salían otras dos más pequeñas y más o menos de la mitad de la línea principal salían otras dos más pequeñas. Se dieron cuenta de que eran representaciones de ellos mismos: cabeza, tronco, piernas y brazos.
——–Animados, tomaron hojas y algunos lápices e intentaron a hacer lo que su abuelo les mostraba. Sus rostros mostraban una sonrisa, había pasado mucho tiempo desde la última vez que habían sentido emoción por algo. El anciano se paró de la silla y tomó uno de los discos que había en la caja. Se dirigió a un pequeño mueble que tenía al lado de la chimenea y que estaba cubierto por un manto lleno de polvo. Retiró el manto y levantó una delgada tapa que tenía en la parte superior. En el momento en que cerró se escucharon fuertes golpes en la puerta. Los niños dejaron de hacer los dibujos y el viejo cubrió el aparato con el manto. Golpearon de nuevo, esta vez más fuerte. El anciano guardó todo lo que habían sacado de la caja de cartón y se la entregó a Pablo. Los niños se pararon rápido mientras su abuelo les hacía señas de que no hablaran. Les señaló la puerta de atrás y moviendo frenéticamente los brazos les dio a entender que se fueran a escondidas por el jardín y luego tomando el callejón. Extrañados, le hicieron caso a su abuelo y salieron de la casa por la puerta trasera, llegando a un callejón oscuro y cubierto por la especialmente gruesa niebla. Caminaron sin saber bien a dónde iban, dudando de si debían dejar a su abuelo tirado.
——–El anciano limpió el lugar lo más que pudo, intentado ocultar que sus nietos lo habían visitado. Los golpes en la puerta fueron aún más fuertes, haciendo vibrar las ventanas. Se dirigió a la puerta y abrió. Eran siete figuras de una impresionante estatura. Vestían completamente de negro, las botas terminaban en punta, los guantes eran de cuero, el uniforme les cubría el cuello y sobre su cabeza tenían máscaras que ocultaban todo rasgo humano. Nada en ellos garantizaba que se tratara de personas. En el lugar de la boca tenían una placa metálica de la que salía vapor, donde estaría la nariz había dos pequeñas perforaciones, y era a través de dos gruesas y traslúcidas lentes que veían. Los siete individuos entraron en la casa sin el permiso del anciano, quien les hacía ademanes de que eran bienvenidos. Uno de ellos apuntó con el dedo extendido a la sala, la cocina y el piso de arriba; los otros fueron a inspeccionar esos sitios en parejas.
——–La casa quedó patas arriba. Todos los cajones fuera de los muebles, sillas y mesas boca abajo, cojines destrozados y cajas desordenadas. Las figuras se reunían en la sala listas para salir, cuando uno de los que revisaban en la cocina levantó la mano apuntando al que estaba al mando. Al verlo, fue hasta allí, y el otro señaló que había tres pocillos sucios en el lavaplatos. El líder de aquel extraño grupo tomó dos de los pocillos y caminó rápidamente hacia el anciano. Quebró las tazas tan solo apretándolas con la mano y tiró los escombros sobre la cara del viejo, ocasionándole considerables laceraciones. Intentó huir por la puerta principal, pero dos de los agentes lo retuvieron. El líder, con un movimiento de brazo brusco, hizo que lo empujaran contra la chimenea, golpeándose así la cabeza y ocasionando un enorme sangrado en el costado derecho. Intentó levantarse inclinándose hacia la izquierda. Cayó y cerró los ojos; al caer, llevó consigo el manto que cubría el aparato en el que había puesto el disco y lo dejó descubierto. Una de las figuras se dio cuenta y lo notificó. El líder se acercó a la máquina y la inspeccionó con cuidado. Se sorprendió al darse cuenta de que había un disco listo para reproducirse. Sin pensarlo, destruyó la máquina a patadas y para asegurarse del daño, otro disparó varias veces contra los escombros. Estaban listos a salir cuando escucharon un ruido de la parte trasera de la casa. A través de la ventana del comedor que conectaba con el patio trasero, el líder vio a los nietos del viejo, ahora muerto. Se habían devuelto al escuchar los pocillos romperse. La figura los señaló extendiendo el brazo izquierdo y los otros fueron tras ellos.
——–Los niños empezaron a correr, no importaba si no sabían a dónde ir, tenían que alejarse del lugar lo más pronto posible. Huyeron de los perseguidores fácilmente, aunque Pablo estaba algo cansado por tener que cargar la caja mientras corrían. Caminaron por varias horas, asegurándose de que no los siguieran. Empezaba a oscurecer y pensaron que ya era hora de que fueran a su casa. A eso de las seis de la tarde llegaron al puente para cruzar el río, el cual atravesaba la ciudad de oriente a occidente. Por la mañana no lo habían cruzado, lo que les pareció extraño. Tras unos minutos de discutir se ubicaron y dieron la vuelta para ir a su casa. Antes de partir, Juan tomó la caja de los brazos de su hermano y la tiró al río. Caminaron a paso rápido y sin mirar atrás, pensando en cómo le iban a decir a su madre lo que le había pasado al abuelo.
——–Nadie sabía muy bien el curso del río, ni su lugar de nacimiento ni en dónde desembocaba. Unos atribuían su existencia a las fábricas, pues en ciertos lugares del cauce desembocaban en las mismas alcantarillas marcadas en los costados con el logo de las fábricas: dos líneas verticales unidas por una horizontal en la parte superior. El cauce del río carecía de velocidad, por eso cerca de las alcantarillas se estancaban escombros de construcción, piedras, desechos o lo que la gente tirara deliberadamente. La caja de cartón que Juan tiró terminaría así, estancada por una alcantarilla en el río, su contenido perdiéndose para siempre en las profundidades del agua negra y sin nadie que la contemplara. Por los bruscos movimientos del agua la caja había dado la vuelta y la suave luz de la luna permitió ver lo que tenía escrito, antes de que el cartón se disolviera: «Arte e imaginación, liberan, alegran y sorprenden, a cambio de rechazo, persecución y mu…». El cartón se disolvió y el mensaje se perdió para siempre.
*(Bogotá, Colombia)
Promoción 2019 – Liceo de Cervantes.
Estudiante de Cine y Televisión,
Universidad Nacional de Colombia.