Día nocturno
Kevin Jara Vega*

 

 

 

 

——–I

 

——–Son las tres de la mañana. Es la hora más quieta y demoníaca; un rompeolas al ruido del ajetreo diario, donde nadie sabe ni le interesa saber la verdad del acontecimiento.

——–Es la hora para seres sórdidos que no terminan de dormir, de soñar ni, mucho menos, de vivir en un lugar que jamás será para ellos, porque no son herederos de la tierra. Están cubiertos de tiniebla en toda su silueta; untados de caminos advenedizos.

——–Es en esa hora donde un ser como Jorge supone que sus actos no son él y la esclavitud de su existencia le quema los pies y se vuelve insoportable no solo el cansancio físico sino el de su humanidad. Golpea el portón de lo que él cree que es su casa, para sentir un refugio, un alcahuete que le limpie su lepra, después de dos semanas desaparecido.

——–—Déjeme entrar… me están buscando —suplicante, Jorge miente.

——–—¿Cómo que lo buscan? Aquí no venga a pedir. Seguro les debe plata —le reprocha Ana Sofía, su hermana mayor.

——–—Ah, yo sé —titubea—, pero solo es esta noche.

——–—¡No, le digo que no! Usted entra y algo siempre desaparece. Mi mamá ya no quiere sufrir más y Joaquín lo mira como a un desconocido, como si usted no fuera su hermano.

——–—Déjeme entrar. Hace frío. Una oportunidad más —Jorge mira de un lado a otro y su espíritu desesperado hará erupción—. Es que… es que… yo no sé… ¡Déjeme entrar! —Su ansiedad le impide sostener la mentira.

——–—Descarado, hace lo que hace y ¡¿quiere que lo recibamos con los brazos abiertos cuando se le da la perra gana?!; ¿a devorar con todo, a dejarnos sin mercado, a que le lavemos esos chiros hediondos? ¡Pues no! —Ana Sofía, iracunda, intenta cerrar el portón.

——–—¡Zorra hijueputa!

——–Jorge interrumpe más iracundo, como recordando su estado narcótico de vértigo y sin consciencia, de bravucón enfermizo y hambriento. Agarra el cabello liso de su hermana en un impulso de bestia y se imagina dominarla, humillarla: «¡Que se arrepienta de lo que dijo, hijueputa!».

——–Sin embargo, ese pensamiento le nubla la visión, porque no ve venir un puño que le zarandea la cabeza, pero que le provoca mayor recelo y desazón, agarrando más fuerte el cabello de Ana Sofía, como si de esta dependiera su entrada al paraíso. Ahora él zarandea a su hermana que parece una muñeca de trapo con el pijama que usa.

——–De pronto siente otro puño. Saborea sangre y saliva. Busca en la sombra a su golpeador. Le invade el asombro acostumbrado, que siempre le invadía cuando su rebeldía suscitaba (también hasta los puños) esos golpes de hombre a hombre, de extraño a extraño, de ofendido a ofensor, sin que importe parentesco alguno, que ameritaba el momento violento.

——–La revelación de quién lo golpeó, que le persigue el alma para llevársela, aleja sus manos hedorosas de calle y alcantarilla del cabello de Ana Sofía, que por entereza no se humilló.

——–—¡Gonorreas, mal paridos, váyanse a vivir a otro pedazo de bloque porque lo voy a volver mierda! ¡Después hay desquite! —grita Jorge.

——–La señora Aurora, madre de Jorge, fue la testigo que no hizo notar su presencia al fondo del corredor. Se resiste a llorar. Cerrado el portón, Pocho, padre y golpeador del rastrero hombre, regresa sin saber qué pensar. Ana Sofía trata de acicalarse mientras que cada paso la lleva a la cama y al desconcierto.

——–II

——–La pequeña casa de tejas baratas —donde viven— (aunque costosas para sus compradores, a quienes su fruto laborioso no fue semejante al exceso de su esfuerzo, las pusieron dejando filtros que la lluvia visitaba, sostenidas por palos de madera podrida con una armonía de bloques mal pegados y también rotos, y sobre paredes cuyas columnas levantadas por manos y voluntades paridas como las columnas de un amor familiar) no conocía obrero ajeno a quien le conmoviera el piso gris que continuamente despedía polvo; nunca se sabía cuándo estaba bien barrida; por estar sin chapeado, era cómplice de un nido de ratones que robaba algunos panes del desayuno y se espantaban ante las tres ventanas del frontal, pensadas por sus caseros como puertos que atraen la luz en lo lúgubre de la condición. Una casa, cual pasión, superó a la técnica.

——–Seguro les dolería un ligero daño a su cueva primitiva, incluso al niño Joaquín, que ya estaba levantado por el escándalo. Él volteó a mirar hacia el corredor.

——–—Acuéstese a dormir, mijole dice Pocho.

——–Joaquín asiente, pero se queda un momento ahí, cerca, a esperar con sopor… No está su padre ni su hermana. Su madre está de espaldas, hasta que suena un quejumbroso chasquido de vidrio que lo despierta. Se mueve con la ligera sensación de una pequeña esquirla que le cortó la frente. No es un daño superior como el de reponer una ventana, dos, tres; él lo sabe, aunque le impresiona el suceso y se limpia con la manga izquierda de su saco.

——–De inmediato Joaquín vuelve a su cama e intenta dormir. Dentro de poco se tendrá que levantar para ir al colegio. La señora Aurora…

——–—¡Viejo, haga algo, por favor! —le grita a Pocho. 

——–Él, apresurado al pequeño corredor, toma una tabla de madera pútrida y sale a espantar al que ha destruido el silencio humilde. Ana Sofía llama a la policía que no contesta. Una chismosa en su segundo piso, escondida en el oscuro de sus ventanas y el ropaje de sus cortinas, advierte cómo un padre corretea a su hijo con una tabla hasta el final de la cuadra para que deje de joder. No es solo ella la que sabe el problema y la hora y el ruido.

——–Al haber vuelto Pocho, la señora Aurora considera que es hora de hacer el almuerzo y de alistarse para ir a trabajar. Empieza a picar la cebolla y sus lágrimas brotan…

*(Bogotá, Colombia)
Estudiante de la Licenciatura en Filosofía,
Universidad Pedagógica Nacional.
Publicó el poema Abraza al viento en su brisa
en la antología Nuevas voces de la poesía cundinamarquesa, 2016.

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