Bajo la alfombra
Daniel Quiroga*
Vengo en nombre de toda la indigencia para hacerle ver
a nuestro pueblo lo que cometen con nosotros.
Somos humanos como cualquiera de ustedes,
tengamos o no tengamos;
este cuerpo tiene algo de Dios y si tenemos
algo de Dios por favor no nos exterminen.
Si estamos en un andén nos gritan,
y si estamos bajo un puente nos matan,
porque nuestra única arma es la mugre.
El Espectador (2015). “Comanche”, el comandante del Cartucho.
——–Nos sentíamos envalentonados, ayer, el Comanche, que guiaba esta procesión fúnebre, diría esas mismas palabras frente a todos esos doctores en el Concejo de Bogotá. Quinientos penitentes caminando por toda la séptima, cabizbajos, una zorra y un féretro con la leyenda: «Desde la tumba, el poeta ñero, Miguel, seguirá soñando».
28 de septiembre de 1993
——–Hace ya una semana que la policía nos arrebató a Miguel, se le metieron al cambuche y ahí mismo lo acabaron a golpes; el viejo ya no debía nada. Lo agarraron mientras leía A Sangre Fría, un libro de Truman Capote que se había encontrado ese día escarbando en una bolsa de basura que algún desconocido había arrojado a la mitad de la calle. Me revuelve la cabeza saber que murió complaciendo las necesidades más retorcidas y salvajes de Perry y Dick, sé con seguridad que encontraron la manera de saltar de las páginas del libro y arribar a este mundo, pues un hombre de carne y hueso no es capaz de hacer lo que le hicieron a Miguel, a nuestro Miguel, a nuestro poeta. Y, como una broma de mal gusto o, bien, un mensaje desafiante, al levantar la cabeza, lo primero que se puede ver es a cuatro patrulleros vigilando cada uno de nuestros movimientos; vienen con las manos sucias. No puedo seguir con claridad el recorrido de la procesión, a pesar de que le juré a Caro que no lo iba a hacer más, el agobio se impuso sobre mí, prevalecer y vencer el deseo no representó un reto, pues nunca estuvo en la baraja de posibilidades; cuando Palmira extendió su brazo y me miró a los ojos, sentí que mis manos correspondieron a sus acciones por puro reflejo. La malicia barbárica que envuelve esta realidad me hace sentir que la mejor manera de sobrellevarla es en carro. Siento cómo el humo maloliente y pesado atraviesa mis pulmones, es una carga extra, es una tonelada de pesar adentrándose en mi cuerpo y subiendo hasta llegar a mi cabeza, la ansiedad entra desesperadamente en mi psique, se escabulle en mi cuerpo como una serpiente en pleno proceso de caza. Con el tiempo logro reconocerla, a lo lejos veo cómo una nube oscura me busca entre tantos penitentes.
——–Estoy tan inmerso en mis pensamientos que no puedo dar dos pasos rectos, el ruido y los sollozos, que de manera tan lúgubre acompañan el ambiente del lugar, no logran interrumpir esta introspectiva reunión; a lo lejos veo como un hombre me saluda, tiene un traje platinado perfectamente confeccionado, hecho a medida y sin una mancha de mugre, su cabello está perfectamente peinado hacia atrás, el hombre parece una perfecta imitación de Marlon Brando. Extiendo mis manos y correspondo a su formalidad, a pesar de que con cabalidad no sé quién es. El tenue sol que acompaña el día decide apagar su pobre luz y dejarme a oscuras con aquel hombre, un foco se enciende sobre él, no logro distinguir bien sus movimientos, la impaciencia me agita y me tienta a salir corriendo para alcanzarlo, pero a lo lejos el hombre lee mis movimientos y me ordena detenerme, lo único que quería era mostrarme el libro A Sangre Fría, rezan las grandes letras de la portada. Lentamente mi gran sonrisa se deforma cuando de repente su ropa se rasga y cae a retazos, noto que lentamente su ojo izquierdo abandona su cuenca y en su cabeza se va denotando cada vez más y más una gran abertura que lo atraviesa desde la frente hasta la nuca. Rápidamente cierro con fuerza mis ojos y bajo la cabeza, mis párpados se compactan de manera tan violenta que se van haciendo uno solo. Luego de un hondo suspiro, levanto mi cabeza con vehemencia y me encuentro de nuevo en la procesión, desorientado miro a mi alrededor para tener una mejor idea de dónde estoy. Siento cómo una mano me rodea la cabeza, posa su brazo sobre mi nuca y con terneza me dirige hacia su hombro: «Todo bien, mi sangre, ya todo está bien». Oigo la voz del Loco aposentarse en mis oídos, el eco hace que se repita una y otra vez. Ya todo está bien, ya todo está bien, ya todo está bien, ya todo está bien, ya todo está bien, ya todo está bien…
——–Por un momento en mi mente se adentró, con la rapidez de una bala, la imagen que se mantiene permanente en la mente de todos nosotros cuando encontramos las sobras de Miguel en el cerro de Guadalupe; tuve el infortunio de que la luz de mi linterna diera con su cuerpo, al verlo sentí cómo un corrientazo me atravesaba de pies a cabeza, como si de repente alguien me hubiese dado un choque eléctrico que me dejó paralizado, quedé aturdido, golpeado, sentí que la cabeza me pesaba cien kilos más, sentía una bomba dentro de ella, un dolor que solo podría entender un boxeador al recibir de lleno un golpe en la cara. Lo primero que vi fue un letrero que con mucho descuido y apuro habían dejado al lado de su cuerpo: «Muerte a gamines», luego de eso no supe reconocer con exactitud qué se encontraba frente a mí, la negación innata que acompaña una imagen tan traumática me hizo creer que era un animal el que estaba allí postrado, pero, al moverlo, lo único que pude reconocer con certeza fue esa vieja cadena de oro falso que siempre colgaba de su cuello, lo demás desafiaba a todos los libros de anatomía que alguna vez hubiesen existido. Aun así esa imagen no es lo que me llena el alma de miedo y pánico, lo que más me aterra es la insensibilización hacia la misma y la ausencia de sentimientos al estar aquí presente. Esto se había convertido en un ejercicio de repetición tan hostigante como monótono, cada noche tengo que subir al cerro de Guadalupe y, con linterna en mano, rogar por no ser yo quien se tope con el cadáver de turno. Sin haber empuñado nunca un arma, a mis diecinueve años he visto más muertos que un asesino en serie.
2 de marzo de 1990
——–Recuerdo la primera vez que me topé con la muerte, cuando los inevitables y enigmáticos caminos de la vida me hicieron conocerla en persona; fue hace tres años ya, recuerdo muy bien todo lo que rodeaba ese día, pues para mí siempre ha sido fácil recordar con exactitud cómo acaban y comienzan los capítulos de los libros. En esos años no vivía acá, en el Centro, me dedicaba al estudio, a las amistades y a escaparme de mi casa en el barrio Juan Pablo II, abajo, en la olvidada y marginada Ciudad Bolívar. Era viernes, así que muy seguramente después del colegio iría al billar y a rematar el crepúsculo con unas cervezas. Ese día Carolina no había asistido a clases, pero, bueno, no se trataba de una extrañeza ni mucho menos de una casualidad, en ese punto de su vida los negocios le consumían la mayor parte de su tiempo. Una semana antes de ese viernes me comentó que no volvería al colegio, que no lo necesitaba, estaba ganando tanto que lo veía como algo inútil, solo pensaba en sacar a doña Eugenia y a don Carlos de ahí y llevarlos a una finca llena de animales, odiaba el ambiente de la ciudad, hacía que paulatinamente se fuera pudriendo por dentro. Probablemente al fin había decidido emprender la retirada y empezar su camino; «bien por ella», pensé yo, «tal vez mañana vaya a visitarla y a celebrar su nuevo horizonte».
——–Luego de salir del billar nos dirigimos al bar de Fabián, nunca supe cómo se llamaba el lugar, lo único que sabía es que don Fabián nos regalaba la primera cerveza, eso «hasta que tuviéramos dieciocho», decía, y que, después de las ocho de la noche, cuando llegaba el Pistolo y su banda, él gritaba a todo pulmón: «¡Hey, hey, hey!, otra vez estos pelados por acá; Fabián, sáquese un petaco que hoy la lección va a estar larga». El hombre era muy respetado por los vecinos del barrio, era todo un mito viviente, de él no se conocía ni el nombre, era como si el mismísimo Zeus paseara por nuestras calles, haciendo esto y lo otro, yendo aquí y allá. Con Pistolo se popularizó un término de esos que no sobreviven al entendimiento de las personas que viven fuera de las fronteras del barrio, cuando alguien mencionaba la frase «pillo de corazón blando», ya en el imaginario colectivo se erigía la imagen de ese joven alto, desaliñado y con chaqueta de jean. Nadie supo nunca por qué le decían «Pistolo», algunos dicen que el hombre era del Eme, otros dicen que una vez le sacó un pistolón largo a un policía y se batieron en un duelo como si estuviesen en el viejo Oeste; sea cual sea la razón debía ser de peso porque nunca dio su nombre de pila. El rumor más fuerte concerniente a su leyenda indicaba que en el 85 había participado en la toma del camión de leche en el Diana Turbay y que fue un sobreviviente de la masacre, que estuvo tres días escabulléndose entre la maleza para salir de ahí.
——–Pistolo siempre nos integraba con su grupo de amigos y nos daba lo que él llamaba «La cátedra de vida», nos enseñaba cómo sacarle el pecho a la marginalidad y cómo combatir esta recalcitrante jungla. Muchas veces pensé en unirme a su banda, al ver cómo sacaba ese enorme fajo de billetes a la hora de abandonar el lugar, solo pensaba en las tantas noches que yo había entrado a mis sueños sin haber comido. Ese día nos ilustró sobre cómo embestir a un individuo con una puñaleta, cómo gambetear los lances del hipotético contrincante y demás tácticas de lucha urbana. No quería preocupar mucho a mi madre así que me levanté y abandoné el bar más temprano que de costumbre, a eso de las diez de la noche, estaba solo y al avanzar unos cuantos metros me abordaron unos hombres en moto, lo primero que hice fue tratar de ver sus rostros y me aterré al no ver ninguno, sus pasamontañas se fundían con la oscuridad de la noche. Rápidamente uno de ellos sacó un arma y la posó en mi sien, fue la primera vez que sentí aquel corrientazo y la cabeza de cien kilos. El shock me dejó inmóvil. El hombre que empuñaba el arma me dijo: «Su amiguita lo está esperando en el cerro», y el sujeto detrás de mí me lanzó un golpe al estómago, realmente no lo sentí, no caí al suelo, era como si yo fuese un bulto de carne colgado en el mostrador de una carnicería. Luego de eso alejó el arma de mi cabeza y entre carcajadas pausadas le oí decir, al que me golpeó: «Salúdeme al tal Pistolo», no ahondé mucho en entender por qué su voz era idéntica a la de don Álvaro, el dueño de la droguería del barrio.
——–Ese domingo fue el más atípico domingo del que tengo memoria, aún repasaba una y otra vez los hechos de la noche del viernes, era como si el proyector que manejaba mis recuerdos se hubiese averiado. No es fácil para un muchachito ver un cadáver por primera vez, a tan corta edad, y menos en el estado en el que estaba Pistolo, amarrado de pies y manos y con lo que los hombres de traje blanco, que rodeaban el cuerpo, llamaron «signos de tortura». Ese día salí a comprar el desayuno y lo primero que vi fue una turba de personas formadas en círculo, todas mirando hacia abajo, entre más me acercaba más podía denotar el horror en sus caras. Sin discutirlo conmigo mismo ni un segundo me acerqué a mirar. Tal vez mi vida no sería la misma en este momento si simplemente hubiese pasado de largo a comprar el pan. Me abrí paso entre las personas y finalmente logré llegar hasta la cinta policial. Al ver esa imagen, que se quedó impresa en mi cabeza para siempre, simplemente se tipeó el punto final y lentamente se hacía la transición al siguiente capítulo.
27 de julio de 1992
——–Siempre recuerdo con nostalgia el día que abandoné mi casa, pues no he vuelto a ver a mis padres ni a tener noticia de ellos, buena señal, las malas noticias siempre hallan la manera de encontrarlo a uno. Las muertes en el barrio se volvieron el pan de cada mes, luego el pan de cada semana y finalmente el pan de cada día. Poco a poco me fui quedando sin amigos, tuve que cambiar mi peinado, mi aspecto, y al final solo salía al colegio y de vuelta a casa, y para hacerlo usaba una gorra y bufanda. Cada vez eran más los personajes que les gustaba oficiar de jueces y verdugos, fueron erigiendo más y más figuras barbáricas, se veían a sí mismos como deidades punitivas cuyo objetivo era eliminar a todo aquel que atentara contra la moral cristiana. La policía, con una cruel casualidad, se esfumaba en las turbulentas noches y solo hacía presencia para hacer el levantamiento de los cadáveres, mirando y analizando con precisión los penitentes que acompañaban el cadáver. Frases como: «Acuesten a sus hijos o los acostamos», «Muerte a las putas, los maricas, los gamines, los marihuaneros, los ladrones y los jibaros», adornaban ya la estética del barrio; cuando uno veía a alguien en las calles después de la hora prohibida tenía que recordar muy bien la ropa que estaba usando para cuando hubiese que buscarlo en el cerro. A Carolina nunca la encontramos y eso me llena de paz un poco, pues nunca sabremos las atrocidades por las que tuvo que pasar. Cuando no se hallaba noticia de un conocido mío me contrataban para hacer parte del equipo de búsqueda; había ocasiones en las que los rostros de las personas que veía en la calle se desfiguraban y tomaban la forma de los rostros que veía en el cerro cuando tenía el infortunio de ser yo quien encontraba el cuerpo. Con el tiempo estos delirios ya ni me movían el piso, simplemente agachaba mi cabeza y veía mis pies andar. No volví nunca más a entrar a una carnicería.
——–Domingo… era de nuevo domingo, había creado un sistema de sueño en el que despertaba cada dos horas, esto evitaba que tuviera sueños o, más bien, pesadillas, pues hacía ya mucho tiempo que despertaba sudando y jadeando. Esa noche, en especial, escuché más gritos y balazos que los que se escuchaban en un día normal. No le presté mucha atención igualmente, supuse que algún visitante mal parqueado tuvo la desgracia de atravesar la frontera del barrio. «MASACRE AL SUR DE BOGOTÁ: 11 MUERTOS», leí al otro día en el periódico. Unos muchachos que salían de una fiesta se encontraron de frente con la mano negra, ni siquiera tenían cédula. La limpieza también alcanzó a unos niños y a la abuela del Zurdo, quien murió bajo una gorra de uso privativo de la Policía Nacional y que logró arrebatarle a uno de los asesinos. Aparentemente nadie vio ni oyó nada esa noche, lo único que quedó de aquel fatídico suceso es que ya nadie podría decir con seguridad: «A mí no me va a tocar, yo soy una persona sana». En este punto sentía cómo mi vida se debatía entre dos corrientes: esperar la muerte con paciencia o decidir vivirla. Ese mismo lunes decidí empacar mis cosas y buscar suerte afuera. Mis padres no refutaron mucho mi decisión, era tan claro para mí como para ellos. He de admitir que el camino desde mi casa hasta la avenida principal fue eterno y tortuoso, veía sombras corriendo a gran velocidad hacia mí y cada sonido fuerte parecía ser el último que oiría. Sin precisar bien qué decía el letrero, agarré el primer bus que se asomó por la calle. He escogido la vida… he decidido vivir… vivir he decidido… he decidido… vivir… vivir… ¿Será muerte vivir tanto?