La sombra de mi padre
José David Castilla Parra*

 

 

——–Su pataleta era insoportable. No quería llegar hasta este extremo. ¡Lo juro! No sé cómo los pulmones de un niño de siete años pueden guardar tanto aire para explotar en semejantes lloriqueos.

——–La pataleta fue por una bobada: le había dicho que íbamos a jugar fútbol si arreglaba el cuarto y lavaba la loza, pero de la nada cayó un aguacero. Claro, cuando le dije que no saldríamos, vi que sus ojos se empañaban. Empezó a gritar súplicas: «Me lo prometiste; eres un mentiroso; yo quiero ir»… El desgraciado cometía una injusticia, ¿qué podía yo hacer? Intenté seguir los consejos de los videos en internet sobre crianza y las recomendaciones de viejas aburguesadas en televisión. Le expliqué la situación, le hablé con firmeza, lo ignoré. Pero no se callaba.

——–Viéndolo llorar recordé cuando hice una pataleta igual. Mi viejo, a quien no le temblaba la mano, me pegó una muenda que estuvo para alquilar balcón. Eso sí, a diferencia de este niño malcriado, mi reclamo sí era justo. Él me había dicho que podía ir al concierto de Metallica si ahorraba lo suficiente. Trabajé vendiendo dulces durante cuatro meses y lo conseguí. Estaba tan emocionado que el día anterior no pude dormir. Cuando ya estaba alistándome para salir, se me acercó, me felicitó por el trabajo y se sentó en la mesa del comedor. Me dijo que fuera a la cocina porque tenía que hablar conmigo. Fue muy claro: no podía dejarme ir a escuchar esa música de gente loca. Me repitió varias veces que lo hacía por mi bien, que pronto entendería.

——–En ese momento me di cuenta de que éramos dos seres completamente distintos. Me enfurecí. Le pegué un puñetazo a la pared y empecé a tirar cuanta cosa me encontraba contra las paredes de la casa. Comencé a insultarlo sin detenerme a pensar en todo lo que decía. La decepción de sus promesas rotas y sus estupideces moralistas me tenía al borde del colapso. No recuerdo qué me dijo, pero no me calmé. A mi mente llegó la idea de que debía probar mi valentía. Quería humillarlo, tanto como él me había humillado a mí. Lancé un puñetazo a su cara, pero me atajó la mano. Me miró con la rabia de los hombres a los que dejan impotentes.

——–Después de ese día las peleas en la casa no cesaron. Los puñetazos que me gané por creerme un gallo de pelea me dejaron marcado el pecho. Me había golpeado con tanta fuerza que durante un par de años no pude mirarlo a la cara. Le tenía miedo, aunque creo que él estaba más asustado que yo. La relación se volvió insostenible. Apenas pude, me escapé de la casa. Y antes de darme cuenta, ya había formado una familia que me tenía igual de atormentado que la anterior. Mi padre y yo no volvimos a vernos, es más, hace tres años que no cruzamos palabra…

——–Lo peor es que al ver llorar a ese niño me sentí como cuando mi viejo me cascó por hacerle un justo reclamo. El peladito utilizó su posición de infante para convertirme en un monstruo. Aunque intenté contener mi cólera, no me aguanté. Rompí mi promesa de no pegarle y le clavé una cachetada que a los dos nos dejó mudos.

——–Dejó de llorar y se encerró en el cuarto. Me gritó un par de groserías. Yo quería consolarlo y hacerle entender las cosas de la forma más serena posible, pero no me iba a dejar humillar. El orgullo me corría por las venas. En ese momento algo se rompió dentro de mí y comprendí que la sombra de mi padre me perseguirá hasta los confines más profundos de mi vida, rompiendo cada relación con la que me tope y reflejando en el futuro la sombra de un hombre que aborrezco.

 

 

*(Cúcuta, Colombia)
Periodista, abogado y cuentista.
Ha trabajado para periódicos colombianos y ha publicado cuentos
en las revistas Marabunta, El Coloquio de los Perros,
Cosmocápsula, Literariedad, El Espectador, entre otras.

Deja un comentario