——–Me había acostumbrado al frío del viento en las madrugadas, del suelo donde dormía y de mis manos, tembladoras, que anunciaban constantemente el desgaste de mi piel con el roce del metal de la cámara. Pero el frío de ahora es distinto. No es por la sensación directa de mi piel cálida con algo carente de calor sino por el frío de mi piel con las gotas y las lagunas que siento recorrer mi cuerpo. No puedo ver qué es lo que se esparce poco a poco, que ha erizado hasta el último de los vellos en mis brazos, mi espalda y mis piernas; pero sé, y soy consciente, que sea lo que sea esto se lleva consigo las pocas fuerzas que tengo, la energía para levantarme del suelo, para levantar mis piernas, atrapadas entre los escombros y la maleza que ha llegado, en un súbito y estruendoso momento, sobre mí.
——–¿Cómo he llegado hasta aquí? Mis brazos, helados, no pueden sentir con nitidez más que la tierra, fría como yo, que está debajo de mi cuerpo. Nunca pensé que la madre tierra, la misma que me vio nacer, crecer y que ahora me sostiene, fuese capaz de transmitir el mismo frío del agua, de las gotas de la lluvia que saben llegar en los momentos menos esperados… como este. Mi abuela, cuando llovía, solía decir que los dioses lloraban y eran ellos los causantes de que las gotas de agua cayeran sobre la tierra. «Son sus lágrimas», decía, «su corazón ha sido lastimado por algún acto de esta lamentable humanidad y lloran, lloran por sus hijos, lloran por nosotros, mija» y perdía su mirada en el cielo como si quisiera consolarlos. Pero en este momento… ¿por qué lloran?
——–Me gustaría pensar en algo distinto al sonido de la lluvia, a las palabras de mi abuela… hace mucho no la veo. Recuerdo que fue para finales del año pasado cuando decidí visitarla con mi padre antes de ser sacados del pueblo. Estaba sentada en su mecedora, la misma que meses atrás habíamos hecho con la intención de que pudiese descansar luego de trabajar todo el día en los campos de coca; una cobija sobre sus piernas; y un telar bien avanzado, casi por terminar. El tiempo la había marcado, bien lo pude ver en sus arrugas y manchas en el rostro. Los años de labranza y exposición al sol habían quedado expuestos en su cara, en sus ojos cansados del trabajo y del quehacer diario; y su boca, desgastada, dejaba que sus labios tomaran siestas en sus pocas intervenciones. Cuando la vi, fui con mi cámara. No quería solo conservarla en mi memoria, sino también en el tiempo: sentada sobre su silla, con la cobija en sus rodillas. Pude observar las pocas fuerzas que mostraban sus muslos, sus piernas… no sé hace cuánto tenían várices, pero parecían a punto de estallar; eran de tanto estar de pie, ese era su trabajo constante en el campo. Por otro lado, sus brazos, decaídos y sin fuerzas, intentaban levantar las agujas y realizar un ejercicio monótono y rutinario con la lana; pero en ellos se veía la piel cansada de seguir siendo firme, de seguir conteniendo sobre ella los años, la edad. Sus hombros, cubiertos con una pequeña ruana cobriza tejida por ella misma, mostraban la rigidez con la que afrontaba su vida y la de nosotros. Nada la derrotó antes cuando recogía los cuerpos que llegaban por lo bajo del río mientras buscaba el de su amado, y su postura demostraba que nada la derrotaría aún. Su cabeza, ladeada con una sonrisa, me dejaba ver que así recibiría a la muerte, que se había vuelto su amiga en este pueblo de tragedias: con los dientes decolorados, como amarillentos, los labios resecos desde que mi abuelo partió y los ojos melancólicos de las despedidas constantes.
——–No sabíamos que fuimos marcados por el Coronel días antes de visitar a mi abuela. No habríamos ido de ser así. Los chismes vuelan en un pueblo chico en donde no todos comparten los mismos ideales de libertad y lealtad. Cuando el Coronel llegó con su pelotón, todos bien vestidos con sus trajes limpios desde las puntas de sus botas hasta las gorras que intentaban tapar sus rostros, recuerdo que nos reunió a todos en las canchas y declaró que si alguno se oponía a su política de limpieza no vería el mañana. Pueblo chico, infierno grande. Los incentivos que daba para delatar a los opositores hicieron que hasta se delatara gente del mismo bando. No importaba al final de cuentas quién fuese quién mientras la recompensa pudiese llenar algunos estómagos hambrientos. Mi padre y yo no nos salvamos, aunque sabíamos desde ese primer día que seríamos delatados. Pero mi abuela… ¿qué tenía que ver en todo? Esa vez que fuimos a verla fue la última vez de su vida.
——–Salimos del pueblo en medio de la penumbra de un camino incierto, dejando un hogar abandonado y un futuro que nos era, hasta ese momento, imposible. Tomé mi cámara, una libreta, unas cuantas mudas de ropa, el collar de mi abuela y divisé mi casa en la lejura que se aparecía como buena amiga. Ese día, al decir adiós, mi rostro adoptó el dolor y la despedida se convirtió como un lunar en la mejilla. Mi padre, por su parte, ni se inmutó con lo que sucedió; los sentimientos que habían corrido por su mente cuando partimos se aposentaron en sus entrañas, su cuerpo ahora era consumido por la rabia, la ira, el dolor y la pérdida de todo por lo que había trabajado por años… lo cual, meses después, le causó la muerte.
——–Pero el recuerdo de aquellos días, opacado por la neblina que nubla mis ojos en estos momentos, se desdibuja con la fuerza de un borrador sobre el papel. Si he de tener consciencia de cuánto tiempo llevo tirada sobre esta tierra árida que es testigo de lo que pienso y de lo que siento, creo saber también cuáles son los hechos que me han traído hasta aquí.
——–Recuerdo que caminamos por varios días en busca de un nuevo lugar en dónde vivir, del sustento diario. El tiempo que pasamos bajo el sol quemó nuestros rostros, agotó nuestro calzado con la tierra y las horas y horas de caminata. Mi padre, cansado, pedía trabajo en las tiendas que encontrábamos en el camino, en cada pueblo y en cada carretera; pero por el hecho de ser extraños y vernos mal vestidos, quemados y agotados, la gente dudaba de nuestras intenciones al solicitar empleo. «Los extraños no le gustan a nadie», le grité un día a mi padre, «somos unos imbéciles al creer que la gente es diferente; todos apuñalan por la espalda cuando pueden, nadie nos ayuda porque debe estar marcado en nuestro rostro que estamos huyendo». Él me miró y en sus ojos café pude ver la tristeza que le causaron mis palabras. En ese momento me pregunté si fue por lo de «imbéciles» o porque mis palabras eran fuertes, al final de cuentas ambas cosas eran ciertas.
——–Todas las noches, donde nos encontráramos, me gustaba escribir una clase de diario en mi libreta. Antes, su función era netamente periodística, debía escribir sobre los acontecimientos del pueblo donde crecí, de los cuerpos que aparecían en los campos, en la avenida principal, en la taberna; esos cadáveres pálidos, como porcelana, que dejaban vueltos un animal en las puertas de sus padres o madres con la intención de asustarnos o controlarnos. El Coronel no tenía pesar de nada y la tortura era uno de sus mejores métodos para sacar información de quienes quería. Todos tenemos un límite de dolor y cuando se llega a este, cualquier cosa se puede decir. El coronel lo sabía bien.
——–Recuerdo que un día, camino a mi escuela, encontré a un hombre en medio del camino que conecta mi pueblo con otro más abajo. Ahí se encontraba, tendido sobre el suelo frío, tal vez ahora puedo entenderlo. Su ropa estaba rota y sucia, llena de barro, tierra y sangre. No pude saber quién era, así que tomé mi cámara y decidí tomarle fotos para que en el pueblo pudieran identificarlo y hacerle un velorio para que descansara en paz, si eso se pudiera. Cualquier ángulo en el que intentaba tomar la foto no revelaba nada más que la ropa y las heridas. Pobre hombre, tan irreconocible que ni él mismo podría saber quién era si se viese en un espejo. Al final, incapaz de tomar algo en lo que se pudiese reconocer, corrí al pueblo a avisar del muerto y, una vez encontré gente para recogerlo, ya no estaba. No había rastro de él ni de su existencia, más que mi memoria y las pocas fotos que tenía en mi cámara. La gente habló del muerto fantasma unos días y luego se fue al olvido de todos, menos del mío.
——–Después de partir del pueblo, ya no tenía nada que escribir, así que dejé cada una de sus hojas en blanco para escribir sobre mí, mi padre y las travesías con las que nos topamos cada día. Era una especie de diario, ahora no debe ser más que cenizas. En sus páginas recuerdo escribir sobre el decaimiento de mi padre. Su salud fue empeorando lentamente con el tiempo. La tos, la fiebre y los fuertes dolores de cabeza eran constantes, razones por las que los pocos trabajos que conseguíamos debía al final realizarlos yo porque su cuerpo se debilitaba más y más. En el campo, lugar donde era más fácil conseguir trabajo en tiempos de cosecha, su cuerpo no era capaz de soportar las largas jornadas. Sus rodillas y espalda comenzaron a dolerle y tomó una postura de abuelo deshecho. Caminaba apoyado en un bastón con la intención de soportar las largas horas de caminata que nos tocaba hacer, no le gustaba quejarse ni decir nada sobre su dolor, pero yo podía verlo a través de las gotas de sudor que se escurría por su rostro a casi todas horas. «Es por el calor», solía decir mi papá, pero bien sé yo que ni el calor más infernal podía ponerlo de esa manera, con temperatura alta y ojos cristalinos. Y, luego de mucho esfuerzo, murió, sin un nuevo hogar ni esperanza. Todo había muerto en él, se le notaba desde que partimos del pueblo: mi madre, su madre, su casa, su pueblo… lo único vivo era yo y ni eso.
——–Lo enterré sin cajón, sin velas ni flores más que aquellas que la naturaleza misma le daba. «Todos vamos a morir igual», pensaba yo, «a la tierra misma iremos a parar»; eran las palabras que me repetía constantemente al no darle una buena despedida a mi padre. No podía quedarme ahí, tenía que continuar así me matara el dolor de perderlo. El hambre me carcomía, la necesidad de conseguir algo que pudiese hacer por un tiempo mientras continuaba mi viaje. En mi peor momento —buenas pérdidas había tenido hasta el momento— me encontré con un joven, un muchacho que estaba buscando cocineras para el restaurante que, según él, estaba comenzando. Nunca sospeché nada malo de él, se veía bien vestido, zapatos arreglados, camisa planchada, hasta su rostro sin marcas me pareció caído del cielo. Yo necesitaba trabajar y él necesitaba a alguien que le trabajara, así que acepté sin hacer ninguna pregunta. ¡Qué tonta fui!
——–Así llegué aquí… a este lugar: un campamento de disidentes.
——–Tan pronto llegamos, no hubo vuelta atrás. Fui su nuevo trofeo, su nuevo juguete. Una mujer que estaría al servicio de ellos, para servirles. Mi cuerpo no solo estaba para funcionar en la cocina sino también en la cama, el pasto o donde se les diera la gana. Al principio me opuse, «mi trabajo es cocinar», les decía, pero no les importaba. En una ocasión, recuerdo bien, entraron dos hombres en medio de la noche a mi carpa, estaban sudados y olían mal, al parecer no les había ido muy bien en su redada. Tenían hambre de sexo, se sentían impotentes y querían desquitarse conmigo, querían sentir el control. Me dolió tanto… me tomaron por la espalda y me penetraron una y otra vez. No cansados con esto, comenzaron a esculcar las cosas que había en mi cuarto y encontraron la cámara, mi vieja cámara, y capturaron las posturas con las que me poseyeron. Mi cuerpo, demacrado por sus manos pesadas y por la fuerza con la que intentaban controlarme, se puso rojo de sus fuertes golpes en las piernas, los brazos y la espalda. Se excitaron con cada golpe que asentaron contra mí. Parecía que yo era todas las mujeres que no podían tener en sus redadas en los pueblos, las mujeres que no los acompañaban en la noche, la tierra que no poseían, lo que más detestaban y así me trataron. Golpeada, sangrando y deshecha me hicieron levantar al siguiente día para cocinar.
——–Así duré, mal contadas, unas semanas. Rota, maltratada, deshojada cada día por cualquiera de ellos y, ahora, por los otros. Recuerdo que hoy, tan pronto escuché el ruido de los helicópteros, una especie de esperanza erizó mi cuerpo. «Un rescate… nos rescatarán» pensé yo, ¡toda ilusa! Salí corriendo de la cocina en busca de los niños y tan pronto pude ver la carpa donde ellos solían quedarse, una bomba aterrizó a unos metros de mí…. Y aquí estoy.
——–No puedo ver nada, no hay nada más que niebla y fuego que parece ser avivado por la lluvia, las lágrimas de los dioses que caen como rocío en este nuevo cementerio…
——–Mi cuerpo, debilitado. Siento que cada vez se mezcla más con su entorno. La lluvia no ha cesado y mis lágrimas y la sangre que veo brotar de mi cabeza sobre la tierra se vuelven una, son una desde los inicios de todo. «Somos de polvo y al polvo volveremos», me lo dije cuando mi padre murió y me lo digo a mí, ahora, carcomida por los estallidos mortales de las bombas en este lugar. Somos de barro, formados y hechos por la nada o por un ser supremo, yo no sé, pero sea la madre tierra o cualquier otro, ahí, aquí he de volver, hecha todo y nada, llevando conmigo mis recuerdos, aventuras y pesares. Mis pies serán las raíces viajantes bajo la tierra que no se detienen ante nada, sino que rompen cualquier cosa que tengan delante con tal de ser libres y profundas; mi pecho será el tronco de los árboles, largos, cortos, fuertes, de años o milenios, cargando el tiempo en mi coraza de madera y roble; mis brazos, las ramas esparcidas hacia el cielo y la tierra, brotando, brillando, cubriendo y respirando cada día un nuevo aire.