Cuerpos monstruosos o
una apología por el abandono del organismo

Gabriela Klier*

 

 

I

——–Estudié Biología porque en su momento creí que lo más importante era conocer la vida. La vida, los modos de existencia de animales y plantas, nadar con ballenas, entender relaciones salvajes, la vida de los bosques, los micromundos acuáticos, los lenguajes de los perros y de las aves, aquello que anima la materia y lo que posibilita la muerte. En mis fantasías sobre la Biología, sus saberes acerca de la vida eran infinitamente mayores a los saberes humanos, al del antrhopos, a los culturales (quizás sea que las carreras universitarias se tiñen de fantasías de sabiduría y revolución para quienes tomamos en su momento el optimismo progresista universitario). Desde ese optimismo hasta ahora mi paisaje cambió; no, porque sobreponga al antrhopos (ese registro tan teñido de macho, de centro y de imperio) a lo viviente, sino porque encontré en lo biológico un saber tremendamente parcial donde lo vivo y lo muerto se fugó por todos lados. La vida que me interesaba en mi primera y segunda década era mística, poética, inabordable, pero también era posible conectar con ella a través de ciertos saberes y prácticas (quizás para la infancia siempre es así). Esperaba —por desconocimiento— que las ciencias biológicas me acercaran a lo viviente desde esos lugares también; no solo desde estos, pero al menos sin tener que negarlos: tener revelaciones mirando pájaros, comunicarme con ellos, encontrar (y encontrarme en) el bosque. En los años de carrera lo vivo se fue transformando en otra cosa: los animales se volvieron cuerpos mecánicos, cosas, junto con las plantas y toda célula. Las metamorfosis del mundo también son espejos del propio cuerpo.

——–Ahora vivo en la Patagonia, en las afueras de Bariloche. Los estudios en Biología se contaminaron con incursiones en la Filosofía, con amistades desbordantes, con novelas y poemas, con bosques de coihues y con incendios, monocultivos de pinos, rosas mosquetas y otras especies invasoras, con un compañero bailarín, con mis bailes, con amigas caminantes y de vidas pasadas campesinas, con comunidades mapuche, con biologistas buscadores, con conservacionismos y extractivismos. Con una madre jardinera que de niña me dio un árbol en adopción y me dijo que le hablara para que creciera bien. Desde acá se construye, en devenir, mi cuerpo, este cuerpo que busco armar y desarmar, que, sentado frente a esta computadora desde un otoño soleado, se pregunta por los cuerpos, la biología y los monstruos. Esa es la nebulosa de teorías encarnadas que intento habitar ahora: la monstruosidad.

 

II

——–Zoología fue una materia que llené de expectativas. Después de un comienzo, en donde rondaba por la Biología Molecular y Celular, diferentes matemáticas, químicas y físicas, llegué a los animales. Entré a ciegas, la animalidad me conmovía. Los prácticos fueron en un laboratorio, mesadas de aluminio dispuestas en filas, gente con guardapolvos, microscopios, tubos fluorescentes con luz blanca y titilante. Las cortinas de metal estaban plegadas de modo que el afuera casi no ingresara, pero igual se veía el estacionamiento y el bosquecito que unía el pabellón uno con el dos. Empezamos con los microscopios. Hay animales diminutos que tienen una sola célula y es espectacular el mundo que crean. En el medio acuático interactúan con otros animalitos microscópicos en una microdanza. Son animales, sí: heterótrofos, móviles, sin pared celular. Animalitos mínimos siendo calcinados por el calor y la luz de un microscopio público.

——–Luego de esa clase, la llamada complejidad fue aumentando y fuimos trepando por el árbol taxonómico. Esponjas secas, medusas en formol, restos de caracoles, bivalvos, el mar. Compramos calamares para ver su sistema circulatorio cerrado. Con Germán, que era mi novio, nos llevamos los organismos de experimentación propios y ajenos y esa noche hicimos rabas.

——–En una clase abrimos una lombriz, la teníamos que poner en alcohol y luego de un corte longitudinal la fijaríamos con alfileres a un telgopor. Algo falló y la lombriz semifijada, abierta por el centro, se empezó a mover. Lloré. Luego serían sapos. Falté. Luego serían ratas, ratas de laboratorio, blancas de ojos rojos, animales hechos para experimentar, artefactos. Accedí repitiendo como mantra: «Fueron hechas». Entraron las ratitas en una jaula, con sus manitos agarrando las rejas, literalmente. Las matarían en el cuarto continuo, sin estudiantes; cosa de grandes. No pude y me fui. Lloré y sentí vergüenza. Le expliqué a la profesora, traté, pero no alcanzaba, ciertamente me faltaba la objetividad propia de las ciencias. Me aprobaron los prácticos y rendí bien el examen, corte sagital, transversal y taxonomías.

——–De ahí en adelante hice intentos por dejar la carrera que se frustraron por la insistencia de mi madre jardinera y mi padre académico. Mi madre, sin un secundario terminado, pensando en la independencia y en «todo lo que puede un título». Irene lloró con todas mis entregas de diplomas. En esas ceremonias rituales se separó de mi abuela. En la década del 50 mi abuela Lila cortó las hortensias de su jardín para que su hija se casara. Irene lo hizo a los diecinueve y recién cumplidos sus veintiún años, en 1966, nació mi hermano. Los diplomas también separaron a Irene de su historia, de cuando dejó el colegio de monjas sin ningún reproche maternal ni paternal para ponerse a coser. Mi padre, más pragmático, me insistió: «Primero, el título; luego, lo que quiera». Eso nunca sería una prisión sino una llave. Así fue, en gran medida. Agradezco.

 

III

——–Hans Jonas dijo que las ciencias modernas nos hacen habitar una ontología de la muerte. Queremos estudiar seres vivos pero nos encontramos con cadáveres. Metemos la vida en cajas, clasificamos, ponemos leyes. No podemos entender a lo vivo sin matarlo. No podemos entender a lo vivo. Se vuelve a la pregunta de Descartes: «¿Qué diferencia hay entre un cuerpo vivo y un reloj?». Se fuga el misterio.

——–Solo con la muerte deja de ser misterioso el cuerpo vivo: con ella abandona el enigmático y poco ortodoxo comportamiento de los seres vivos y regresa al inequívoco y «familiar» estado del cuerpo dentro del conjunto del mundo corporal, cuyas leyes universales constituyen el canon de todo lo concebible. Acercar las leyes del cuerpo orgánico a este canon; difuminar por lo tanto en este sentido los límites entre la vida y la muerte; superar desde el lado de la muerte y del cadáver la diferencia esencial: esta es la dirección seguida por la reflexión moderna sobre la vida como un estado de cosas que se da en el mundo. Nuestro pensamiento está hoy bajo el dominio ontológico de la muerte (Jonas, 2000 [1966]).

——–Si lo vivo es como un reloj que anda, todo se puede conocer, todo se puede desmembrar; también casi todo se puede arreglar. Lo poético al margen. La naturaleza desencantada. En realidad, lo viviente deja de importar, importa lo que funciona o lo que puede funcionar: la máquina. Eso es lo que ocurre con el auge de las ciencias modernas desde el siglo XVIII para Horkheimer y Adorno (1998 [1944]). La ilustración nos encerró en la fábula de la racionalidad instrumental: todo es medible, analizable, somos relojes, sumas de partes. Nada especial hay en lo vivo. El desencanto de un bosque como modelo ecosistémico, cuentas matemáticas, la muerte espiritual de una montaña como agujero de minería a cielo abierto. Un tigre, fuerza cósmica, como entretenimiento vivo de zoológico, como entretenimiento muerto de museo.

 

IV

——–Vuelvo a los cuerpos de esos animales, reino Animalia, sobre la mesada metálica y bajo la luz de tubo. Un término que vino en conjunto con mis estudios fue «organismo». Los bios ya no son bichos, animales, seres vivos, plantas, honguitos o peces; son organismos. Un organismo es una suma de órganos. Busco imágenes en Google desde la palabra «organismo», aparecen ilustraciones de cuerpos translucidos con sus conjuntos de partes, cuerpos sin cabeza, quietos, meticulosamente fraccionados. Las partes del reloj-cuerpo cartesianas se reafirman en el organismo. Metáforas zombis, como diría Emmanuel Lizcano (2009), metáforas que nos piensan y nos performan, dan forma a los cuerpos, a lo vivo: los seres vivos son solo organismos, conjuntos de partes que se articulan entre sí y funcionan. Cumplen funciones ecosistémicas, metabólicas, poblacionales. En la ficción de Richard Darwkins (1976), los organismos son conjuntos de partes que trabajan al servicio de genes egoístas, se articulan nuestros órganos en pos de reproducirnos, de tener mayor y mayor descendencia fértil: «No somos más que máquinas de genes».

 

V

——–Lynn Margulis fue bióloga y desarrolló la teoría de la Endosimbiosis Seriada. Las mitocondrias son mis organelas favoritas y es debido a ella. Las mitocondrias son partes de las células que permiten la respiración celular, la transmutación entre oxígeno y azúcares en otras fuentes energéticas para que las células vivan sus vidas. Según la teoría de Margulis, estas organelas de células eucariotas —propias de animales, plantas y órganos, más grandes y complejas que las bacterias— aparecieron por simbiosis. Dos bacterias se unieron monstruosamente y formaron una célula más compleja, luego hubo más fusiones, mestizajes y nuevos monstruos. Para ella casi toda la evolución tiene que ver con estos encuentros monstruosos entre diferentes formas de lo vivo. Una vaca es una comunidad de animal y bacterias, y todo lo que come celulosa lo hace simbióticamente. Más allá, entender a una mariposa es entender a las flores. Los arrecifes son monstruos polibióticos.

——–En su libro Planeta simbiótico, Lynn cuenta que visitó una exposición sobre Star Trek: «Su estupidez me impactó. Encontré estrafalaria la falta de plantas, el paisaje mecanizado y en el vehículo espacial la ausencia de todas las formas de vidas no humanas. Si algún día llegan a pasear en naves espaciales hasta otros planetas, los humanos no estarán solos» (Margulis, 2002). La máquina no es la única que durante la Modernidad performó a lo viviente, también fue la soledad. Las imágenes enciclopédicas, hermosos dibujos naturalistas que abstraen a un murciélago de sus plantas e insectos, a las abejas de sus flores, a los bosques de sus raíces. Lo que muestran las ficciones importa. Aquí Donna Haraway se acerca: debemos construir otros relatos. Los cuerpos nunca están solos, siempre están en relación con otras cosas: con el oxígeno de bacterias y plantas, con las bacterias simbiontes, con las diferentes formas de alimentarnos, siempre vivas, con amistades —humanas o no humanas—. Los cuerpos nunca son cuerpos aislados, son cuerpos que danzan con otros cuerpos. «Sim-poiesis» es el término que trae Haraway para hacer mestizaje entre la simbiogénesis de Margulis y la auto-poiesis de Maturana y Varela. No solo hay génesis, origen, también hay creación, poiesis, poemas, devenir… Nunca esto es auto, solipsista, yoico, siempre es con otros y otras. Devenir con.

 

VI

——–¿Cómo hacernos un cuerpo sin órganos? Eso nos preguntan Deleuze y Guattari en Mil mesetas. Traen a Antonin Artaud, parten de un poema para escapar a las prisiones del análisis, la abstracción y el fraccionamiento como único modo de vida. ¿Cómo hacernos un cuerpo? Un cuerpo hecho de afectos, devenires, plegados y desplegados, un cuerpo que siempre es con otros cuerpos y nunca tenemos, sino que hacemos, producimos y reproducimos. Y que también nos hacen. ¿Cómo hacernos un cuerpo que no sea un conjunto de órganos? Suelly Rolnik sigue con la pregunta y orienta: necesitamos rehabitar los cuerpos vibrátiles, cuerpos atentos a las micropolíticas moleculares que resuenen con el deseo, que se armen y desarmen y sobre todo que entren en resonancia. Para Rolnik estos cuerpos vibran en diferentes campos y entran en tensión con aquellos que caen y se diseccionan. No es que no existan las partes, los órganos, las secciones; es que no podemos vivir de ellas. O, al menos, hacerlo entristece —en términos spinozeanos— nuestras vidas. Los cuerpos vibran, conectan, afectan… ¿Qué biología deja a los cuerpos vibrar?

 

VII

——–Hace poco leí un poema que decía: «Yo soy mi cuerpo» (Martínez, 2017). Me pregunté, ¿yo soy mi cuerpo?, pero esa pregunta era demasiado, ¿qué quiere decir «yo soy»? ¿Qué quiere decir «cuerpo»? ¿Cómo ese cuerpo podría, de algún modo, ser mío? El yo soy, bello palíndromo, me recuerda a las esencias, la trascendencia de lo inmutable. Yo Gabriela, yo, aunque cambien mis células, bacterias simbiontes, uñas, dientes, amistades, ropa, furias, amores; yo Gabriela. Acercándome a la biología, alejándome de ella y volviéndome a acercar. Y yo Gabriela, en este cuerpo, preguntándome por este cuerpo con estos dedos de uñas chiquitas haciendo sus bailecitos por el teclado. Yo Gabriela una tarde sobre una mesa de disección, yo Gabriela otra tarde bailando, jugando a ser agua. Vibrátil. Me gustaría poner un montón de otras letras entre la y y la o para que ingrese toda esa multiplicidad que me habita. Silvia Rivera Cusicanqui me acompaña entre esos hiatos: somos mixturas, ch’ixi, estamos hechas de contaminaciones y nuestros cuerpos reflejan esa monstruosidad. De un modo muy cercano al de las células de Margulis, que cuentan historias de mestizajes bacterianos, relatos de contaminaciones y monstruos de la(s) evolución(es) de la vida. El cuerpo vuelve a traer la pregunta por la identidad y desde estos rodeos propongo que el cuerpo es siempre múltiple, está cargado de memorias y de otredades. La identidad nunca es idéntica a sí misma. Desordenar el organismo, abolir la fragmentación y el análisis también es des-hacernos de las esencias. Encontrar otros modos de entrar en relación con una rana, una rata o el pasto es también hallar otros modos de encontrarnos.

——–Desde acá a la Biología, ¿qué cuerpos hace un laboratorio?, ¿qué cuerpos puede hacer un laboratorio? Muchos, monstruosos, diversos. El otro día me quedé mirando a un ciprés en la ladera de una montaña. Estaba lleno de flores rojas. Un quintral, planta hemiparásita de este sur, atravesando a un árbol que nunca supo tener flores. Miro a los líquenes de estos bosques, mezclas de algas y de hongos, mi cuerpo lleno de gestos robados de historias y personas cercanas y lejanas, mis pensamientos ajenos. Alguna biología también me contó eso, de los encuentros vegetales, de suspenderse y mirar. También están las biologías de las simbiosis, de los mestizajes. Las biologías que se entrecruzan con luchas políticas, con diferentes saberes, las ecologías queer, los modos otros de rehacernos, tras otras ciencias (ciencias otras). ¿Cuáles cuerpos hacen esas otras biologías? Me pregunto si pueden abrazar a los monstruos, a lo que escapa a las taxonomías, al orden y a los órganos sin querer ordenarlos otra vez. ¿No es que estamos hechos de mixturas, contaminaciones, contagios…? ¿Cuáles biologías no solo ven monstruos sino que los celebran?

——–Volví a imaginar a las ratas hechas y me vi jugando con ellas para pensar en qué me pueden enseñar, en cómo aprender de lo vivo sin volverlo cadáver. Pero también pienso, ¿qué se aprende de los muertos? Sé que hay otras miradas. Sé que acompañan la monstruosidad y la pérdida de límites. ¿Cómo aprender de los monstruos?

 

Referencias

DAWKINS, R., (1979) [1976]. El gen egoísta. Barcelona. Labor.

DELEUZE, G. y Guattari, P. F. (2004). Mil mesetas. Valencia. Pre-textos.

HORKHEIMER, M. y Adorno, T. (1998) [1944]. Dialéctica de la Ilustración. Madrid. Trotta.

JONAS, H. (2000) [1966]. El principio Vida: Hacia una biología filosófica. Valladolid. Trotta.

LIZCANO, E. (2009). Metáforas que nos piensan. Buenos Aires. Editorial Biblos.

MARGULIS, L. (2002). Planeta Simbiótico. Barcelona. Debates.

MARTÍNEZ, E, (2017). Chocar con algo. Valencia. Pre textos.

 

 

*(Bariloche, Argentina)
Nació en Buenos Aires en 1986.
Es doctora en Biología y parte del Grupo de Filosofía de la Biología.
Sus investigaciones son acerca de la conservación
de la biodiversidad y ética ambiental en Patagonia.
Publicó en 2020 su primer libro de poesía con la Editorial La Tejedora.
Construye proyectos con amistades:
Laboratorio Isla Victoria, Proyecto Rumia y Pensamiento Colectivo.

gabrielaklier@gmail.com 

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