No quiero escapar
Ignacio Cantillo Saade
——–Una vez fue mi habitación en la casa familiar: ese santuario que me brindaba toda seguridad y confianza. Solía cerrar la puerta con seguro, poner la radio y sentarme en el suelo, usando mi cama como escritorio, para escribir poemas, canciones, cartas o cuentos al ritmo de la música de inicio del milenio. Pensé que iba a ser escritor. Allí desarrollé el hábito de mantenerme despierto hasta tarde y el de dormir con música. Podía quedarme allí perfectamente por horas sin notar el paso de la Luna por mi ventana. Sentía una seguridad, algo evidente, quizás; era mi espacio, mi cuarto, todo estaba dispuesto según mis gustos, mis necesidades y, claramente, según mi interacción con cada mínimo aspecto.
——–Mis amigos, todos en una temprana adolescencia, me decían que era una pérdida de tiempo; se burlaban de mis escritos o no hallaban interés alguno. «¿Por qué no estaba ese tiempo con nosotros?», me preguntaban; «¿por qué es tan gay?», retóricamente inquirían. Así que abandoné mis actividades y mi lugar seguro.
——–No fue hasta avanzada la adolescencia cuando volví a hallar un nuevo lugar, extrañamente era de nuevo mi habitación, pero la interacción ahora era distinta: ya no era un espacio para dejar fluir la creatividad en interminables líneas, sino que ahora era un escenario. Aún recuerdo el día en que cumplí quince años, porque mi padre me regaló un micrófono inalámbrico; poco a poco me fue comprando luces (el estrobo, la luz negra y las luces de colores), también me regaló una base para micrófono y, cómo no, un equipo de sonido portátil (que de portátil no tenía nada —era otra época, por gigante que fuese el equipo, era bastante pequeño comparado con los normales—).
——–Yo era el artista, unas veces fui Steven Tyler y otras veces fui Manu Chau, Shakira, Bob Marley, Andrés Cepeda, Mercedes Sosa, Gustavo Cerati, John Lennon y, joder, hasta Celia Cruz fui. Yo solito producía el espectáculo entero: preparaba la música, me encargaba del audio, de prender y apagar las luces, del cambio de vestuario, de las coreografías… de todo. Y por dos horas, cada noche, daba un concierto entero; primero, a cortina cerrada y después, a cortina abierta. Las luces salían por mi ventana y la música claramente se escuchaba por todo el conjunto y tuve varios espectadores fieles que veían mi espectáculo a la distancia.
——–Sin embargo, mis amigos nuevamente me desanimaban con su implacable retórica: «¿Por qué es tan gay?». Aún recuerdo el último día que hice un concierto, un amigo me preguntó: «¿Qué cree que piensa su novia cuando lo ve haciendo eso?». Mi lugar seguro desaparecía como si se lo llevase un huracán, derrumbando las paredes, destrozando los afiches y escondiendo para siempre todos los equipos que mi padre me había regalado. Extrañamente la vecina de mi apartamento, cuya habitación quedaba pegada, pared con pared, a la mía, nunca se quejó. Pensé que iba a ser cantante.
——–Años después, a los veintiún años, mientras la mayoría de mis amistades se refugiaban noche tras noche en bares, cantinas y en fiestas los fines de semana, yo me empezaba a relacionar cómodamente con esos sofás de cuero rojo y blanco, las mesas redondas de metal, el café sabroso y barato y la tranquilidad de una cafetería cerca de mi universidad donde me sentaba a leer por horas libro tras libro, enajenándome de este mundo y de esta realidad.
——–Tomé fama de engreído o grosero entre mis allegados porque nunca saludaba y raramente escuchaba cuando me hablaban; el mundo entero y su grotesco ruido uniforme desaparecían cuando bebía café y abría las páginas de algún libro, me perdía en universos imaginados por otros individuos que estaban también hartos de su monótona realidad. Primero fui a Macondo y luego, a la Tierra Media, Aman y Númenor, a la Europa de la Guerra Fría, al Missouri del siglo XIX, a visitar al pequeño príncipe en su planeta, al Infierno, Purgatorio y Cielo, a mercar en el Medio Oriente del primer siglo, al Londres victoriano a resolver misterios, a la caverna, a darle la vuelta al mundo y al fondo del océano, conocí una isla con un tesoro, al Buenos Aires de Sábato, acompañé a Holden en sus andanzas por Nueva York de los 40, escuché las historias de Sherezade por mil y una noches, vi al fantasma de los Canterville y a un cuervo monotemático, acompañé a Hamlet en su venganza, a Macbeth en su ambición, a Julieta en su amor y a Lear en su locura, y por fuerza escuché también a Saussure con sus análisis de la lingüística… En fin, ¡a dónde no fui!
——–No obstante, nuevamente mis amigos: «¿Por qué es tan gay?». De hecho, una amiga me reprochó una tarde: «… Pero, ¿qué se cree?, todo intelectual con un libro y un café, sentado en una cafetería… ¡No sea tan gay!». Y allí empezaron a desfallecer mis intenciones de ser crítico literario y lingüista.
——–¿Por qué os cuento todo esto? No me interesa analizar lo influenciable que pude ser, o por qué a mis amigos todo les parecía «gay» (y eso que pretendo hablar de cuando mi lugar seguro era un jardín lleno de flores hasta reventar y el cuidado de estas era mi pasión, o cuando mi cocina era mi refugio y experimentaba con platos extravagantes; dos labores que, para el país conservador en el que nací, son relegadas aparente y únicamente para los gay); mucho menos deseo entender por qué la necesidad de criticar todo lo que uno hace… Aquí solo me quiero enfocar en lo efímero que puede ser ese sentimiento de seguridad, ¿es fugaz?, ¿es volátil? No lo sé. Pero lo que sí sé es que solo basta una mínima alteración para que deje de ser confortable, no importa cuán sutil sea ese cambio para que uno de inmediato lo descarte.
——–He construido cientos de lugares seguros y he elaborado decenas de zonas de confort a través de mis rutinas, pero todas, absolutamente todas, han sido destruidas por una incesante necesidad de las personas de no verlo a uno contento, tranquilo, confiado, seguro. ¿Cuál es el objetivo social de irle destruyendo esa pequeña parcela de felicidad a la gente? Una de dos (quizás creo un falso dilema aquí): o tienen la imperiosa (por no decir «puta») necesidad de criticarlo todo porque uno no se acomoda a los estándares de ellos o tienen envidia… Ustedes, queridos lectores, podrán elegir cuál de las dos opciones creen que es (aunque si tienen otras opciones también son bienvenidas).
——–Pensando en todas estas experiencias con mis lugares seguros, reales o imaginarios, he entendido que no es tanto el «lugar», sino que lo fundamental es la interacción y la relación que uno crea con elementos de los espacios. Es el reconocimiento del olor a café que emanaba de la cocina de casa cada mañana; el mago anciano de barba blanca con la confianza y sabiduría, de la cual uno carece, que nos hace sentir que todo estará bien; la ingenuidad e inocencia de un príncipe que nos recuerda nuestra más tierna infancia o el sacrificio de una madre que sigue hasta el fin a su hijo aunque vaya a morir condenado en una cruz. Reconocer todos esos elementos familiares que nos recuerdan aquello que ha sido bello y bueno en nuestras vidas es lo que nos da seguridad, la interacción con lo real o la fantasía es simplemente un proceso cognoscitivo, que pasa inadvertido, retornándonos una y otra vez a la memoria.
——–Últimamente he recibido nuevamente la vieja oración, familiar y tan parte de mi memoria, que me hace sentir en mi lugar seguro: «¿Por qué es tan gay?». Solo que actualmente ese enunciado me hace entender que estoy en donde debo estar, me da la seguridad de que lo que estoy haciendo está bien. Ya no necesito huir a un nuevo lugar seguro, y ¿cómo voy a escapar de mí mismo? Osadamente he construido mi lugar seguro dentro de mí: yo soy mi propio lugar seguro. Y empiezo a creer que el lugar seguro de todo el mundo está dentro de sí mismo. No sé exactamente si es que me siento cómodo entre tantos órganos gelatinosos y tanta sangre que corre a borbotones por todo mi cuerpo o si es exclusivamente una sensación de bienestar con todos los recuerdos, tanto de lo que he vivido como de lo que he aprendido, pero lo que tengo claro es que ya no tengo que buscar en ningún lugar el confort que solo puedo hallar dentro de mí mismo; con los ojos abiertos o cerrados, en un instante, como si de un agujero de gusano se tratase, puedo llegar a mundos paralelos que habitan, todos, dentro de mí.
——–La tendencia de la gente es sacarnos de nuestra zona de confort, y no entiendo por qué, si justamente el reconocer esas interacciones con nuestros entornos nos hace ser y dar lo mejor que tenemos, todo surge con una confianza excesiva —¿será eso lo que detesta la gente?, ¿la autoconfianza?—; además, evolutivamente hablando, no es sabio abandonar la zona de confort. Por lo tanto, en mi humilde opinión: mandemos al carajo a quienes buscan dañar nuestros lugares seguros, nuestros ritos individuales, a quienes simplemente no soportan vernos en la zona de confort; mandemos a la mierda a quienes, incesante e incansablemente, nos repiten «¿por qué es tan gay?».
——–¿Aún deseas escapar?