Madriguera
Mariana Sofía Díaz Sanjuán
——–Era un 12 de enero, Bowie abrió sus ocho ojos y, a través de lo que parecía ser un fino velo, percibió un tenue rayo de luz; con los pedipalpos rasgó el velo, produjo un leve crujido que se mezcló con cientos de otros. Era la sinfonía de un montón de tarantulitas rompiendo el cascarón. No habían pasado ni cinco minutos desde aquel primer atisbo de mundo cuando una ola arácnida arrastró a Bowie fuera del saco de huevos celosamente cuidado por una gran y peluda mamá araña.
——–Los piececillos de Bowie treparon por la telaraña hasta salir de la madriguera de su madre. Sintió por primera vez la humedad de la tierra. Su cuerpo era casi transparente y se confundía con todo lo que yacía en el suelo. Caminó por horas hasta encontrar su primera merienda. ¡Todo era tan grande!, ¡hasta un pulgón se había reído de él cuando intentó comerlo! Una vez sació su hambre con una diminuta hormiga desafortunada, inició la construcción de su madriguera: tomó dos hojas secas de alcaparro y las unió con su hilo hasta lograr una forma de ostra.
——–La primera noche fue cálida y acogedora. Bowie había tapizado el interior con una gruesa capa de seda. Así que cuando Morfeo llamó a su puerta, este se acurrucó y simplemente se quedó dormido. Las hojas lo protegían de la lluvia, su color ocre las hacía casi invisibles ante los miles de ojos de la selva; aquel cucurucho era perfecto para el pequeño cuerpo de la araña que no hacía sino regocijarse de la fortuna de tener un lugar tan acogedor para dormir. La vida fue buena por tres o cuatro meses, pero con cada muda su pequeña guarida se hacía cada vez más estrecha; además era arrastrada de un lado al otro por el viento, por lo que la pequeña araña no podía alejarse mucho de ella. Al cuarto mes descubrió que ya no podía arrastrar a sus presas dentro de las dos hojas, así que optó por consumirlas en el exterior; sin embargo, su cuerpo ya no era tan pequeño y transparente; las aves caían a picotazos en busca de una comida fácil y los vecinos insectos pasaban a su lado con ojos golosos.
——–Fueron varios los intentos de Bowie para conservar su casa. Primero intentó añadir otras hojas, pero estas nunca encajaban; luego intentó arrastrarlas al interior de una bromelia, pero al contacto con el agua se inundó y quedó inhabitable: era hora de ceder las hojas al viento y buscar un nuevo hogar. Recorrió árboles desde la raíz a la copa, descubrió la belleza de la selva encarnada en aves de todos los tamaños, frutos verdes y maduros, líquenes naranjas, verdes, morados… carreteras de hormigas, las cuales ya eran demasiado pequeñas como para ser un bocadillo. También vio cómo toda esa belleza podía ser hostil: las aves eran predadores, en el musgo se escondían criaturas acechantes, las hormigas atacaban a todo aquel que se acercara demasiado al nido, cosas así…
——–Pasó varias noches durmiendo entre los ramilletes de flores en los árboles. De mañana, el aleteo de los picaflores lo despertaba hostilmente; él solo acertaba en limpiar un poco sus vellosidades cada vez más mullidas y prominentes. Después de una semana encontró un lugar adecuado para asentarse: el centro de una corona de piña. Era un lugar ideal, a él llegaban todo tipo de presas, la necesidad de salir a buscar alimento se había acabado; además, entre más pasaba el tiempo, Bowie se volvía más grande, así como la corona del delicioso fruto. Pasados un par de meses el aire alrededor de la corona comenzó a tornarse dulzón, los insectos caían en su telaraña con más frecuencia, a tal punto de saturar la seda y dejarla con olor a carne podrida. La piña había comenzado a marchitarse, las hojas se pusieron oscuras, blandas y babosas. Todo terminó cuando una gran danta en busca de comida pisó la carne del fruto y este se desbarató en mil pedazos. A la pobre araña solo le quedó huir de otro pisotón de tan enorme animal.
——–Bowie estaba desconsolado. Ya era demasiado grande como para buscar hojas o flores que le sirvieran de refugio, pero aun así se sentía demasiado vulnerable y pequeño ante la inmensidad de la selva; deseó ser oropéndola para tejer nidos pendulantes en la copa de los árboles o una hormiga con miles de familiares para construir un nido gigante y seguro… Corrió hacia la raíz de una gran ceiba y acunado en sus ocho patitas peludas se puso a sollozar… Después de algunas horas sus ojos hinchados percibieron una tenue sombra, se quitó las lágrimas del rostro con sus pedipalpos y logró distinguir a un zorro cangrejero, le invadió una sensación de júbilo, era una criatura hermosa. Lo siguió con sus ocho pupilas, pero de un momento a otro desapareció entre el suelo. Bowie, consternado, corrió hasta el lugar de su desaparición y allí la vio: un profundo hoyo excavado entre la tierra… De inmediato recordó el lugar donde había nacido; no era una hoja, ni un tronco hueco, sino una madriguera.
——–Volvió a los pies de la gran ceiba. Comenzó a cavar y a cavar hasta que las puntas de las patas se le pusieron rojas y adoloridas, pasó la noche y al día siguiente continuó cavando; duró varios días hasta que alcanzó el tamaño deseado. Luego muy cuidadosamente pasó sus hileras por las paredes de la nueva morada dejando a su paso los cálidos hilillos de seda. El último detalle que añadió Bowie fue una puerta a la entrada de la madriguera; tejió de arriba abajo, recogió granitos de tierra y los pegó al tejido.
——–La madriguera tardó una semana en ser habitable. Fue cambiando al pasar de los años. Al principio era sencilla y de poca profundidad, mientras más pasaba el tiempo se volvía más sofisticada. Cada muda hacía su cuerpo un poco más grande; aprendió que su morada debía crecer con él y que la solución era simplemente cavar un poco más. Cinco meses después la madriguera había adquirido olor a hogar, a vida y a esfuerzo; lo que antes había sido un simple orificio en la tierra, ahora era una intrincada red de túneles y galerías exquisitamente diseñados a gusto de la araña. Cada galería tenía su temática: por ejemplo, una estaba dedicada a cosas que había encontrado paseando por el bosque (un pétalo de flor, una pluma de colibrí, un trocito de lata con letras inscritas en ella «Bebida Embriagante, Refajo Cola y Pola. Pro…»); en otra tenía sus mudas pegadas en la pared en orden cronológico; incluso había una con hilos tensos sujetados del techo y del suelo, los cuales tocaba a modo de arpa.
——–Por las mañanas Bowie observaba las gotitas de rocío agolpadas a la entrada de la telaraña en forma de embudo y con ellas se hacía un café; a media mañana se encontraba con una ranita que, por falta de hambre, se había convertido en su amiga, charlaban y hacían proyectos arquitectónicos para la madriguera; luego iba a explorar la selva en busca de objetos bellos o de algún pequeño bocadillo. Ya habían pasado diez años cuando en una de sus pesquisas selváticas sintió un olor extraño y embriagante, recorrió kilómetros en busca de la fuente de tal olor, hasta que por fin llegó a una gran telaraña de embudo que marcaba la entrada de una madriguera como la de él. Con sus pedipalpos tamborileó sobre la superficie de la telaraña, como quien toca la puerta de una casa, poco a poco salió una hembra, era grande y hermosa. Tímidamente ella lo invitó a entrar en la madriguera y tomarse una gota de café; entre cada parpadeo de sus ocho ojos se escapaba un rayo de inteligencia y ternura. Las horas pasaron como minutos, ya era de noche cuando en una efervescente danza de pasión copularon las dos arañas. Bowie estaba tan obnubilado que no vio venir la mordida de la gran hembra y de muerte fue herido. Se durmió con la última polaroid tomada por sus ojos, la galería llena de objetos… «Con esta comida mis bebés serán sanos y fuertes».
——–Con el tiempo la madriguera de Bowie se fue deteriorando hasta quedar en ruinas, pero es bien sabido que la muerte trae vida a sus espaldas… Cientos de arañitas abrieron los ojos, rasgaron el cascarón, inhalaron la humedad de la madriguera y huyeron de allí bajo la amorosa mirada de una madre viuda.