Lloro del cabildo
Carolina Rodríguez Mayo*
——–Era un niño, tenía apenas doce años, cuando entendí que podía ver las sombras que navegan entre nosotros. Fue el lloro más asistido de la región, la puerta de entrada a la inmensidad que se asienta con la partida de quienes dejan este plano terrenal para converger con la esencia de sus pálpitos vitales.
——–Recuerdo que el guaco ya iba cantando su augurio. No, no el de la venida, sino el del fin. «Guaco malnacido», dijo mi madre lanzándole la pepa de un mango que había comido. «Ya viene anunciando la llegada de las sombras», afirmó mirándome, «tú, que nunca las has visto, vas a gozar, vas a sufrir todo en nueve noches», concluyó. El guaco parecía repetir «ya se va/ ya/ ya se va/ ya», lo cual me aterró. Es una imagen que tengo en la mente como si hubiese pasado ayer: corrí a mi cuarto, mi abuela estaba sentada en la mecedora murmurando algo en la penumbra, le pasé la vela, «vino un guaco, abuelita, ¿qué vamo a’cer?», le pregunté con la llama cerca de mi mentón; «acompañalo en su canto, mijito, acompañalo en su canto». Días después de la visita del guaco a mi barrio se oyeron las campanas de la iglesia mayor: el párroco del pueblo había muerto. «Tenía un hueco en el estómago», señaló una de mis vecinas. Mi papá, que vivió en Cali y estudió allá su profesión, la corrigió, como corregía a todos en el pueblo: «una úlcera, querrás decir». «¿Acaso no es lo mismo?», refutó mi abuela.
——–Las calles se tiñeron de negro. Cada persona del pueblo debía presentar sus respetos en la iglesia, todos listos y preparados para los lamentos cristianos. Cada persona debía presentarse con atavíos oscuros, con lágrimas prontas para la misa, el funeral y el entierro. «Sin trago, sin baile, sin música», dictaminó el diácono del pueblo vecino que había llegado de visita días antes para darle al párroco la unción de los enfermos. «Vamos a despedirlo según el Divino Evangelio», y con esa tarea en las manos decidimos guardar los tambores, el tabaco y las viandas.
——–«El guaco vino a mi casa», le conté a Lucrecia, mi amiga de la escuela. Ella me respondió que «ese pajarraco me visitó el día que murió mi abuelo, también vino ahí a la puerta de la casa unas semanas antes de que mi mamá me dijera que tendría una hermanita».
——–En aquél entonces no entendimos muchas cosas, solo miramos la ropa del otro, tan desacostumbrados a tanta tela y un color tan apagado… «¡Qué calor siento con esto puesto!», dije. «Me lo quiero quitá», comentó ella.
——–En ese funeral la gente solo tomaba un tinto insípido, al menos eso comentó mi papá: «Este café no sabe a na». Los asistentes hablaban del padre Federico que había sido muy querido por las gentes, recordaban cómo trataba de incluir la tambora en la misa, cómo se unía a las fiestas de San Pacho. «El pagre Federico siempre fue humilde, quería aprender de nuestras costumbres», aseguró una vecina mientras hablaba con mi madre. «Una vez me dijo que el obispo lo había reprendido po imitar las danzas del cabildo», le respondió ella. El padre Federico era un hombre blanco nacido en Bucaramanga; su vocación lo llamó a las tierras altas del Pacífico y fue entre nosotros que cumplió su misión de vida. Le gustaba escuchar las historias de la comunidad, le gustaba la comida bien hirviendo —aún con el sol en su punto más alto—; era amigo de todos y no trató de imponer nunca ninguna cosa suya. Él decía que nuestras andadas eran bien vistas por los cielos, andadas de alabanza y alegría.
——–Yo notaba cómo un vapor caliente se elevaba del suelo. Los dolientes estaban alrededor de una bruma grisácea que les tapaba los cuerpos hasta la cadera, detrás de sus cabezas se asomaban sombras largas semejantes a sus rostros. Mi abuela me había advertido de los dones de la familia ante la visita de la muerte: «Le digo, mijo, que llevo años transitando con las almas-sombra, su abuelo a duras penas sí me deja el sueño tranquilo. Se hace ahí, en la cama, pa dormir; ¿no me diga, mijito, que no ha visto a su abuelito descansar arriba de la coronilla de su cabeza?». Yo me negaba a reconocer las sombras que me visitaban en los días más calurosos del año, me negaba a darles alas a historias de muertes prematuras o espíritus en tránsito. Si no hubiera visto ese día la sombra del párroco mirar su propio cadáver con tristeza, seguiría creyendo que todo era un invento de la abuela para asustarme, para obligarme a seguir durmiendo con ella. Y es que desde que el abuelo había muerto, allá cuando yo era un bebé, mi abuela tenía un ojo en el mundo de las sombras, eso me decía; se acostumbró a dormir con mi cuna en su cuarto y no podía descansar si yo no estaba con ella. «De herencia, mijito, usté tendrá las vistas ennegrecidas, las vistas de la frontera con los vivos». Tal vez por eso recuerdo perfectamente la respiración de un hombre mayor en mi coronilla, su nariz, sus ojos, sus cejas: los mismos rasgos del hombre de la foto que cargaba mi abuela en su cartera, un hombre mayor que nunca vi caminar entre los vivos.
——–Vi la sombra del párroco llenarse de moscas, cada facción de su cara estaba oscurecida por los pequeños animales voladores. En el velorio la gente notó que de su nariz y orejas salían los mismos insectos voladores que tenían a su sombra atornillada a la cabeza del cajón. «Faltaron los cueros sonando», gritó una vecina del barrio; «faltan más avemarías», contestó un hombre que miraba el cajón abierto. «Lloros, lloros por el alma de nuestro párroco esta noche, detrás de la iglesia», anunció una mujer compungida. Ante el anuncio de jolgorio fúnebre el diácono calló a los asistentes: «El padre Federico tenía estrictas ideas sobre ese tipo de conductas, amados feligreses, debemos respetar sus deseos», mintió.
——–Las gentes no hicimos caso a lo que dictaminó el extranjero, él no sabía de nuestros dolores ni pesares; tampoco sabía que, aunque el padre Federico nos enseñaba la importancia de los entierros en silencio, también había descubierto por sí mismo el gozo del alma que se desprende en su lamento extático por el meneo del cuerpo que acompaña los tambores del amanecer. «Nueve noches tenemos pa despedirlo, mijito. Alístese, tenemos mucho por hacer». A eso de las seis de la tarde los vecinos bajaron de sus casas con sus mejores prendas, algunos perfumados o recién bañados y otros, con un cambio de camisa nada más.
——–Las mujeres cargaban ollas de sancocho trifásico con queso, los niños llevaban sus voces preparadas para los cantos y juegos de la medianoche, las ancianas cargaban con sábanas, flores, coronas y palmas para preparar el altar que íbamos a poner detrás de la iglesia. Mientras acomodábamos las flores y ofrendas para el padre Federico, escuché algunos niños pequeños jugar buluca y cantar: «Se va la buluca/ Perico André./ Por aquí la despacho,/ por acá se jue». En el fondo mi mamá se quejaba con la vecina que no paraba de llorar: «Tú sabes mejor que yo que las sombras no nos dejan, ¿por qué te estás lamentando tanto, negra?». Mi papá tomaba su segundo plato de sancocho y charlaba con un amigo de confianza al que le pidió: «Repartí el viche que traje, a los muertos se les riega fermento de la tierra y lágrimas como agüita de mar».
——–Las ancianas buscaron a los muchachos más fuertes del pueblo. «Vamos po la tambora», anunciaron. El altar ya estaba listo, los adultos se pasaban copitas de viche y aguardiente. El sancocho se había acabado. Los niños rotaban su juego entre buluca y pájaro pinto, se escuchaba entre dulces voces el cántico que acompañaba las jugarretas: «Estaba el pájaro pinto/ sentado en su verde limón;/ con las alas jalaba la rama,/ con el pico picaba el amor./ ¡Ay! ¡Ay! ¿Cuándo velé mi amor?». Los niños más jóvenes dormían en las faldas de sus madres. La tambora comenzó su repique, su llamado al baile. Las cantaoras gritaban y su lloro se oía con eco en todos los rincones de nuestra comunidad. «Padrecito de los cielos, yo te lo puedo explicar, los negros están celebrando, yo te lo puedo explicar», así entonaban las gentes. La tambora devoraba la noche, ya podía ver la luz del sol asomarse en la frontera, la misma que separaba las almas-sombras de los cuerpos tibios. Mi abuela me vio poseso del lloro en un agitado baile, se me unió cantando, zapateando descalza y girando, girando, girando con la pollera extendida. «Nueve días», gritó la sombra del padre Federico que bailaba entre las cantaoras girando, zapateando descalza y girando, girando, girando con un sombrero en la mano. Al ver la sombra noté que su cara no tenía más moscas, sus talones estaban entre llamas azules y blancas, sonreía… me vio. «Baila más, mijito», me interpeló mi abuela cuya falda grande le cubría la boca. Las cantaoras seguían con su himno, con su súplica: «lloró, lloró, lloró, llorando pa que la gente baile sin tregua».
*(Bogotá, Colombia)
Viajera y escritora.
Ha publicado su trabajo en revistas de Bogotá como
Sombralarga, Literariedad, Sinestesia y Straversa.
Elegida como parte de una antología de jóvenes poetas con
Afloramientos, los puentes de regreso al pasado están rotos,
publicado por Fallidos Editores.
Su poesía ha estado en lugares como la Universidad de Brown.