Viaje a la eternidad
Santiago Buitrago*
Escapar (del lat. ex ‘es-’ y el latín medieval cappa ‘capa’).
intr. 1. Salir de un encierro o un peligro.
——–Antes le temía a la muerte. Me daba escalofríos con solo pensar que ese momento llegara para mí. Tenía mis dudas sobre lo que hay más allá de lo que se ve, aquello que nos espera al morir. Pero sí estoy convencido de que hay algo, una eternidad, otra realidad, como se le quiera llamar. Mis dudas han logrado disiparse. Este pensamiento me conforta, y se lo debo a mi abuelo y a su magia.
——–Cuando cumplí diez años mis padres me regalaron lo que les había pedido: un viaje al mar. Ese día me mostraron los tiquetes de avión y las reservas del hotel. Viajaríamos a fin de año. Siempre había querido conocer el mar, salir de la ciudad. La idea de conocer algo totalmente nuevo me llamaba profundamente la atención. El regalo de mi abuela fue algo más sencillo y casero, pero igual de valioso: el almuerzo de ese día con postre incluido (y cincuenta mil pesos que me dio a escondidas para que me comprara lo que quisiera). Mi abuelo, en cambio, solo me dio un abrazo. No me molestó, después de todo había sido un segundo padre para mí y ya me había dado todas las cosas que un niño podría esperar de alguien: amor y comprensión. Pero sí me extrañó un poco. Todos los años me había dado algo más aparte de un abrazo. En ese momento debió notar mi cara de extrañeza, porque me dijo: «Mañana le entrego algo, tranquilo». En ese momento sí me molesté. Siempre he odiado las sorpresas y quedar con una historia a medio contar. Esa situación era una mezcla de las dos. ¿Por qué esperar un día? ¿Y si no me gustaba? ¿Por qué me dejaba con la intriga si sabía que odiaba esa sensación? Todos nos sentamos a comer el almuerzo que hizo mi abuela. No me pude sacar las preguntas de la cabeza, fueron algo que me acechó todo el día.
——–Antes de irnos de la casa de mis abuelos, mi abuelo habló con mi madre a solas. Le dijo que necesitaba pedirle permiso para hacer algo al día siguiente. «¿Será algo del regalo?», pensé. Al final sonrieron y nos fuimos. «Nos vemos mañana temprano», fue lo último que me dijo el abuelo antes de cerrar la puerta de la casa. En el carro todos íbamos en silencio, siempre quedábamos agotados por los almuerzos de la abuela. Las porciones eran grandes y llenaban a cualquiera. «Ve mirando con tiempo los sitios que quieras visitar. El tiempo pasa más rápido de lo que uno piensa y en nada ya será diciembre», dijo al fin mi padre. «Bueno —pensé—. Ya tengo dos regalos, uno ya lo usé y todavía tengo que planear algunos detalles del viaje». Me animó pensar que, por decepcionante que fuera no tener el regalo de mi abuelo todavía, podría pensar en algo más mientras tanto.
——–Al siguiente día, mi abuelo llegó muy temprano a nuestro apartamento. De nuevo, me extrañé al no ver el regalo. ¿Se le había olvidado? ¿Lo había perdido en el camino? ¿Era tan pequeño que lo traía en el bolsillo de la chaqueta? Yo recién me había levantado. Abrí bien los ojos y me acerqué a saludarlo (y a reclamar mi regalo). En efecto, no traía nada consigo. Ni siquiera algo pequeño. Tampoco un sobre con algo de dinero. «Bien, supongo que este año no hubo regalo del abuelo». Insisto, no sentí que me debiera dar algo. Pero si había dicho que ese día me lo iba a entregar, ¿por qué no habría de hacerlo? Mi madre sirvió el desayuno y comí con mi abuelo. Cuando me iba a levantar de la mesa, me sostuvo del brazo. «Cepíllese los dientes, báñese y vístase para ir por su regalo». Simplemente asentí. Al menos se había acordado. Me despedí de mi madre y salí con mi abuelo. «¿A dónde vamos?», le pregunté. «Al sitio en el que está su regalo», respondió.
——–No recuerdo muy bien el trayecto, solo sé que nos montamos en un bus que nos llevó hacia el centro. Recuerdo que el tráfico estaba lento en las primeras cuadras y luego fluyó más. Mientras íbamos en camino, mi abuelo dio instrucciones detalladas de lo que haríamos al llegar al sitio del regalo. «Cuando nos bajemos vamos a tener que caminar unas cuadras. Vamos a una casa blanca, de dos pisos. No es como ir al mar, pero sí es una forma de viajar». «¿Cómo así?», le pregunté. «Por fuera, es una casa común y corriente, pero por dentro es un portal. Como un aeropuerto, lleva a otras partes del mundo. Pero es distinto. Ya va a ver cuando lleguemos». Permanecí en silencio el resto del trayecto, no sabía muy bien qué pensar sobre lo que acababa de escuchar. Ahora guardo esas palabras en el corazón y las escucho con cariño en mi cabeza cada vez que quiero sentirme verdaderamente feliz.
——–Nos bajamos del bus y caminamos un par de cuadras hacia la montaña. Luego volteamos a la izquierda. Caminamos otra cuadra. «Aquí, entre», dijo mi abuelo. ¡Qué lugar para encontrar un regalo! Una casa de dos pisos, con garaje al frente y ventanas con rejas. No me desanimé, sino que confié en él. Después de todo, las cosas más valiosas suelen guardarse en lugares poco ostentosos para que solo los curiosos las encuentren. Entramos al lugar. Una librería. Era la primera vez que entraba a una. Por supuesto, no se me hacía del todo desconocida. Yo sabía lo que era un libro. Pero a duras penas había sostenido uno en mis manos, al menos con dibujos. Creo que hasta ese momento lo único que había leído de principio a fin eran las revistas de Condorito. En ese momento le di el beneficio de la duda a mi abuelo. Reconocía que no estaba familiarizado con la noción de libro. Por supuesto, estaba convencido de que no era algo mejor que un viaje al mar (o a cualquier sitio). Pero me llamó bastante la atención que la cajera saludara a mi abuelo por su nombre. «Señor Luis, qué bueno verlo. Siga, por favor». Algo me dijo que este sitio en particular era especial.
——–Luego me acordé de mi regalo. «El sitio es agradable, pero aquí no lo voy a encontrar». Sentía un sabor agridulce, el abuelo me había llevado a un buen sito, pero al final no había cumplido su promesa. Justo cuando pensé en eso mi abuelo me tomó de los hombros, se arrodilló y me miró a los ojos. Habló con voz suave y casi susurrando. «Sabe que he visitado varios países. He conocido muchos lugares que se ven en la televisión o en las películas. Pero este sigue siendo mi lugar favorito en todo el mundo. Sí, es una casa normal. Pero si usted quiere, puede ser un lugar mágico. No trucos tontos, magia de verdad. Solo tiene que usar la imaginación. Venga le muestro».
——–«¿Qué es esto?», preguntó mi abuelo. Lo tomé, revisé los colores de la portada, lo abrí. Pasé las páginas, leí dos subtítulos. Llegué a la página final y lo cerré. «Un libro», le respondí, seguro de mis palabras. «Si quiere, puede ser algo más. Todo lo que está aquí puede ser algo más, mucho mejor que cualquier viaje en avión. Inténtelo. Dígame cualquier sitio que quiera visitar y vamos a ir allí en menos de un minuto». «Nueva York», dije sin pensarlo. Mi abuelo dejó el libro que me había mostrado y dio unos pasos. Pasó su mano por varios ejemplares. «Aquí. Estamos en Nueva York». Me pasó el libro que acababa de tomar. Leí la página que me señalaba. Un niño pasaba por la Estatua de la Libertad en barco, venía de Italia. «Igual estaba fácil», le dije, intentando quitarle mérito. «Si sigue leyendo, va a ver que no solo viajamos a Nueva York. También viajamos en el tiempo. Diga entonces algo más difícil». «La Luna», le dije, convencido de que ya no podría mostrarme nada. Fue a la otra habitación, al mueble que daba a la ventana. Tomó un libro más pequeño, y eso que venía con dibujos. «Ahí está. La Luna. Me la puso fácil, lo llevo de una vez a otros planetas». Tomé el libro, leí algo y vi los dibujos. Un niño de cabello amarillo saltaba de un planeta a otro con una rosa en la mano. Mi abuelo vio mi cara de asombro. «También le dije que podíamos viajar en el tiempo». Cruzó la estancia y tomó el libro más grande que yo había visto hasta ese momento. Lo hojeó rápido y luego me miró directo a los ojos. «Cambiar el mundo, amigo Sancho, que no es locura ni utopía… ¡Sino justicia!». «¿Amigo qué?». «Sancho, el personaje se llama Sancho. Y ya está muerto. El que escribió también. Y cuánta verdad hay todavía en esa frase. Viajar en el tiempo significa… hablar con muertos». En ese momento no comprendí del todo las palabras de mi abuelo, pero me entretuvo. Lo quise poner a prueba. «Quiero ir a otro lado del mundo». Me tomó de la mano y me llevó frente a otra estantería. «Este amigo no solo nos lleva a China, sino que nos da una vuelta por todo el mundo». «Quiero ir a un sitio con dragones». Subimos al segundo piso. «Este señor estaba muy loco, pero nos lleva a donde hay dragones. ¡Y no solo eso! También enanos, árboles que caminan y hablan, ogros, caballeros y toda clase de monstruos». Ahí me brillaron los ojos.
——–«Se lo acabo de mostrar. No hemos salido de la casa y ya incluso salimos del planeta. Todos los libros hacen eso. Solo hay una regla, cada viaje termina. No nos podemos ir para siempre. De resto, haga lo que quiera. Escoja cinco sitios a los que quiera ir. Los que sea. Me pregunta a mí o a los que tienen el chaleco azul oscuro si necesita ayuda. Cuando los tenga, nos los llevamos a su casa. Y ya no tendrá que venir hasta aquí para viajar. Ni siquiera tomar el bus. Cuando se termine los libros que lleve hoy, y si quiere seguir viajando, venimos y se lleva otros cinco». No terminó de hablar y yo ya pensaba en más lugares. Las pirámides, el centro de la tierra, la selva, el mar…
——–Salí encantado con una bolsa llena de viajes. Pensé que mis papás no me iban a creer. Cuando llegué a la casa, le conté con entusiasmo a mi padre lo que había hecho con qualitat dihydroboldenone cypionate mit versand el abuelo. «Ya pasó tu cumpleaños, pero te voy a dar algo más». Me llevó a su estudio, el único espacio del apartamento al que no entraba porque mi padre siempre estaba trabajando. Para mi sorpresa, una biblioteca, de pared a pared, estaba llena de libros. Revisó los que tenía en la bolsa. «Bueno, trajiste dos que ya había aquí. No importa, igual tenemos espacio. Mira, este es para ti. Por muchos años fueron mis mejores amigos. Y ahora van a estar contigo siempre que quieras». Lo revisé. Las aventuras de Sherlock Holmes. «Ellos casi siempre se la pasan en Inglaterra, La dirección exacta es 221 B de la calle Baker, por si acaso».
——–Devoré los libros en cuestión de meses solo porque me interesaba la idea de conocer otros lugares. Mi abuelo cumplió y volvimos por más libros. Fue grato ver que cada vez que íbamos había cosas nuevas. No sabía de dónde sacaban tantos libros, solo era una casa. Pasaron los años y, gracias al ánimo de mi abuelo, yo nunca perdí la curiosidad. Aprendí que otros no hacían viajes a lugares, sino a personas, como Dostoievski, Mary Shelley o Philip K. Dick; otros que se atrevían a viajar por años, incluso décadas enteras, y a eventos que en parte sí habían pasado y en parte eran fantasía, como Maurice Druon y su épica saga de lo que pasó con los reyes en Francia. Sentía que ya lo había visto todo, que ya había vivido siglos enteros. Me sentía rey, caballero, esclavo y policía. Había asesinado, escapado, muerto y resucitado. Todo, antes de llegar a cumplir dieciséis años.
——–Mis idas a la librería se hicieron recurrentes. Me tomaba una buena jornada, unas cuatro o seis horas. Salía a tomar el bus, me bajaba en el mismo paradero de siempre, dos cuadras arriba, una a la izquierda. Saludaba a los trabajadores y empezaba. Novedades, promociones, historia, biografías, periodismo, literatura universal; segundo piso, novela histórica, filosofía, en inglés, poesía, ciencia ficción, arte. Volvía el principio, tomaba lo que me interesaba, llegaba a la misma parada, al otro lado de la calle, tomaba el mismo bus, llegaba a la casa, me encerraba en mi cuarto. Llamaba a mi abuelo y le decía lo que había comprado. Ocasionalmente también les mostraba a mis padres, pero el más interesado siempre era el que lo había comenzado todo. Cada primer domingo de mes, cuando lo visitaba, me daba algo de dinero, siempre con una sonrisa. Nunca aprendí a ahorrar. Siempre había algún lugar al que viajar.
——–No digo que todo haya sido maravilloso. Dejé de tener en cuenta la recomendación del abuelo. En algunos momentos me extravié, me perdí en las páginas y deseé no volver a mi vida. Quise quedarme para siempre en una isla, o en un castillo o en una casa de campo. La situación con mi familia no ayudó. La muerte repentina de mi abuelo fue algo que me hirió de gravedad. Los conflictos entre mis padres siguieron, hasta que se separaron. El colegio se volvió mi adversario. Cada tarde tenía que tomar la misma decisión: estudiar o leer. Siempre escogí escapar. Mis calificaciones bajaron. Mis profesores nunca me comprendieron. Yo me alejé de mis amigos y mis amigos de mí. Mis compañeros de vida eran ahora frases en el papel. Me di cuenta de que era más fácil hablar con los muertos en los libros que con los estúpidos de mi propia vida. No me costaba nada cerrar la puerta de mi habitación, ponerme cómodo y vivir aventuras con los amigos que me habían presentado mi abuelo y mi padre y que entonces eran lo único que quedaba de ellos. Sentía que a nada de lo que no estuviese en mis estantes valía la pena dedicarle tiempo. Estaba tranquilo siempre y cuando lo que viese fueran caracteres en papel encuadernado. No quería saber de nada que no hubiese ya sucedido. Todo, antes de llegar a cumplir dieciocho años.
——–El día del cumpleaños de mi abuelo, ocasión en que más compraba libros, salí por la tarde sin avisarle a mi madre. Lo único que llevé conmigo fue la billetera y bolsas de tela, lo necesario. Estaba tan enojado por varios motivos y tan cansado que, apenas tomé asiento en el bus y apoyé la cabeza contra la ventana, quedé dormido. Abrí los ojos después de lo que pensé había sido cinco minutos. Por la ventana no reconocí dónde estaba. Había perdido la parada para ir a la librería. Sin pensarlo dos veces me bajé en la siguiente. No me di cuenta de que llovía a cántaros. No había llevado paraguas. Estaba a merced del mal clima. Caminé en medio de charcos y truenos hasta saber en qué calle estaba. Luego, en dirección a la casa blanca de dos pisos. Me molestaba el agua en los pies, el peso añadido en los pantalones y la sensación de incertidumbre, de no saber cuándo, o cómo, iba a llegar, pero lo que más me turbaba era saber que ninguno de los personajes con quienes había compartido por tantos años me pudiera ayudar. Nadie me recogería en su caballo, o en su carruaje, o en su nave. Tendría que arreglármelas yo solo, y eso era algo que nunca, gracias a mi abuelo y a mi padre, había tenido que enfrentar.
——–Después de quién sabe cuánto caminar, lo conseguí. Las letras del anuncio rojo neón eran como un faro en medio de la tormenta. Me sentía como un náufrago arrojado a un mar de confusión cuya única esperanza dependía de seguir la luz de aquel anuncio. Al entrar pedí que me dejaran colgar la chaqueta en el perchero. La señora Rojas, la cajera, tuvo la gentileza de prestarme con qué secarme. Notaron que no estaba bien. No me había fijado por la lluvia, pero mientras caminaba había empezado a llorar. Tenía los ojos y la nariz roja, a puertas de un resfriado. La señora Rojas pidió una taza de té para mí y al dármela, adjuntó una tarjeta con el logo de la tienda. «Hoy le estamos dando un descuento especial a los clientes frecuentes», dijo al mismo tiempo que guiñó el ojo. Le agradecí asintiendo con la cabeza, terminé el té y empecé a inspeccionar la sección de novedades. Cuando subí solo había una persona en el segundo piso, alguien que no había visto antes. Era una muchacha joven, con el cabello rizado e impermeable celeste. Tenía tres libros bajo el brazo. Continué el recorrido. Algo que nunca había sucedido interrumpió mi revisión libros. Volvía a mirar a la mujer una y otra vez. Qué vergüenza, en frente de Schopenhauer. Intentaba concentrarme. Ella seguía en dirección opuesta a la mía, por la sección de ciencia ficción. En ese momento, por mi cabeza pasaron mil autores, mil héroes, mil villanos, todos se reían de mí. Me di cuenta de que leerlo todo no garantiza tener la respuesta a todo. Ahí, frente a la sección de filosofía, vi a mi abuelo. «No nos podemos ir para siempre, tenemos que seguir con nuestra historia. Estos viajes terminan, lo que usted haga con las demás personas, no. Si me hubiera quedado en esta casa no habría conocido a su abuela. No tiene que dejar de leer. Tiene que empezar a vivir».
——–Las manos me empezaron a sudar. La boca la tenía seca. Las rodillas me temblaban un poco. No sé por qué seguía caminando hacia ella. «Hola. Disculpa, si necesitas alguna recomendación te puedo ayudar, vengo aquí seguido». «Qué amable, gracias. Solo estoy mirando», dijo con una sonrisa. No era Dulcinea, no era ninguna princesa. Era la mujer que tenía frente a mí, la más hermosa que hubiese visto. Su sonrisa de perlas, sus ojos de diamantes, su cabello de ébano. «Como quieras, que estés bien». «Gracias, tú igual». Qué estúpido me sentí. Seguí revisando libros. Ella se devolvió a la sección de poesía, tomó un libro de tapa negra y bajó las escaleras. Cerré los ojos un momento. Si no puedo es porque no pedí ayuda. Corrí a la sección que ella acababa de revisar. Tomé lo primero que vi, Benedetti. Bajé las escaleras corriendo. La muchacha acababa de salir de la casa. Caminé, puedo jurar que casi contra mi voluntad. «Por favor, señora Rojas, ya vuelvo. Confíe en mí». Los sensores de la entrada se activaron. Bip, bip, bip, bip… Me paré frente a la puerta y abrí el libro. Ella se volvió por el sonido de alarma. Di unos pasos al frente. Ella permaneció inmóvil. Por temor, no vi su rostro, solo empecé a leer. «Y estaba allí / yo no sabía / surgió de pronto / como una ráfaga / sin dueño / porque era ajena / y era mía / lo irrefutable / es que es de ambos / no sé si para siempre / o para nunca / lo curiosos es que cuando / me miro en sus ojos / es como si me enfrentara / con mi alma». Ella, algo confundida, parecía esperar alguna explicación. Intenté ser lo más concreto posible, aunque con cada palabra que decía sentía fuego en el estómago. «Lo siento. Lo siento, sé que esto es incómodo. No sabía cómo más hacerlo, es mi primera vez. Siempre que venía me concentraba en los libros, pero esta vez no lo pude evitar. No sé por qué lo hice. No te conozco. Ni sé tu nombre. Pero sentía que tenía que hacerlo. Esto me da mucho miedo, creo que nunca había sentido tanto miedo, y eso que me han atracado varias veces en la calle. Pero sé que no haber dicho nada habría sido peor. Lo siento, no me robé este libro, ya lo voy a pagar. No sé ni siquiera si este poema es de amor. Lo siento si te molesté». Fue hasta que terminé de hablar que me di cuenta que había dejado de llover y el sol de la tarde salía por entre las nubes. Ella simplemente se rió. «Yo tampoco sé el contexto del poema. Voy a estar en la cafetería de la otra cuadra, la del letrero verde y blanco…» «Sí, sí. Sé cuál es». «Estaré esperando entonces». «Voy a pagar esto y ya voy para allá». «Nos vemos». Todo lo que dijo lo adornó con su sonrisa. Yo pensé que estaba soñando.
——–Al entrar a la tienda la señora Rojas me estaba mirando extrañada y con sorpresa. «Ya vengo. Por ahora, este», fue lo único que le dije, mientras intentaba recuperar el aliento. Mientras volvía al sitio en el que había quedado fui recogiendo los libros que iba a comprar. Llegué a la sección de filosofía y miré por la ventana. No sé qué estaba pensando mi madre en ese momento. Tendría que llamarla y avisarle que estaba bien. Muy bien. Por primera vez desde que entré a la tienda con mi abuelo me sentí sin preocupaciones, pero ansioso por saber cómo sería la siguiente aventura. Recorrí la habitación con la mirada. Veía mil autores, mil historias, pero faltaba una. La que había dejado de vivir. La que me faltaba terminar. Comprendí que nunca había salido de esta casa desde que mi abuelo me había traído. Lo vi a él al lado de Bukowski, su autor favorito, y al lado de Neruda, su cómplice para enamorar a mi abuela. Dejé de distinguir entre historias de libros e historias de vida. Eran lo mismo, eran una sola cosa.
——–Si el tiempo lo permitía, tendría un hijo y con él haría lo mismo que mi abuelo hizo conmigo, lo traería aquí, le daría la llave de la vida eterna. El poder para vivir mil vidas, por mil años y aún ser joven. Aprendería a amar y a ser amado. Conocería la esperanza y todo lo bueno que tiene el mundo para ofrecer. Y luego él haría lo mismo con su hijo. Y él, a su vez, con su hijo. Y todos acabaríamos aquí, por toda la eternidad. No atrapados, sino habiendo aceptado la invitación libremente.
——–Mis pasos hacia la cafetería de la otra cuadra fueron el verdadero punto final de todos los libros que había leído. Ese trayecto fue la primera vez que escapé, porque por primera vez supe de qué peligro huía: de la vida sin sentido; y de qué encierro corría: el ensimismamiento. Al llegar al letrero verde y blanco, por fin, habría conseguido terminar el viaje y empezar a vivir.
——–Una vida eterna es la que tiene sentido y se comparte. Es lo único indispensable para leer cualquier libro y que, sin embargo, nadie lo dice. Ese es el encanto de mi librería, la casa blanca de dos pisos con letras rojas. El lugar mágico que me enseñó qué es leer y por qué hay que leer.
*(Bogotá, Colombia)
Estudiante de Cine y Televisión de la Universidad Nacional de Colombia.
Estudiante de Lenguas Modernas con énfasis en traducción de la Universidad EAN.
Aficionado a conocer y contar nuevas historias.
Creo en el poder de la narrativa como acto revolucionario e
iniciador de diálogos para mejorar la sociedad a través del arte.